De ¿Agustín García Calvo?

Aunque solo le vi cuatro o cinco veces: alguna conferencia, algunas clases, alguna tertulia, Agustín García Calvo (1926-2012) se convirtió desde muy pronto para mí en una referencia inexcusable. En segundo de carrera (1986) saqué de la biblioteca de la facultad el primer tomo de sus Lecturas presocráticas (Zamora, Lucina, 1981). Quedé fascinado. Los presocráticos de los que allí se hablaba no tenían nada que ver con las trivialidades que por aquella misma época algunos profesores me estaban explicando ni con los excesos de solemnidad que, por otro lado, había percibido en textos que también estaba leyendo. Recuerdo cómo, poco después, tras haber devorado el extraordinario Razón común (la particular reconstrucción del libro de Heráclito que García Calvo publicó en 1985), mandé a freír espárragos el libro del seminario sobre Heráclito que Eugen Fink y Martin Heidegger impartieron en 1966-67 (Barcelona, Ariel, 1986). Desde entonces desconfío de las aproximaciones fenomenológicas; no hay forma de controlar la red de significaciones asociadas a cualquier cosa. Si todavía Heidegger era prudentemente engolado, Fink era la pura satisfacción en lo arbitrario.

Tras ello, algunos artículos mal fotocopiados del, todavía hoy, inencontrable Lalia. Ensayos de estudio lingüístico de la sociedad (Madrid, Siglo XXI, 1973), como aquel sublime sobre la traducción o aquel otro de la discusión de Stalin sobre el lenguaje o sobre la dificultad de ser ateo o sobre la prohibición *nos amo, *me amamos. Años más tarde pude hacerme con el libro entero, aunque de manera poco decorosa, pero ahí lo tengo…, hasta los restos. Con el tiempo fui haciéndome con otras cosas: sus traducciones de Shakespeare, de Brassens, del marqués de Sade, de Aristófanes, de Virgilio, de Platón, su increíble traducción de La Ilíada.., pero también con sus artículos estrictamente filológicos, los cuales pedía por préstamo interbibliotecario, y, en general, con todo lo que encontraba más o menos casualmente: algún prólogo a La agonía del cristianismo de Unamuno o a la traducción del poema de Lucrecio del abate Marchena o las Glosas de sabiduría de Don Sem Tob (Madrid, Alianza, 1974; después se publicaría una edición crítica), donde me dejaba embargar por la hipótesis de que quizá el judío de Carrión pudiera estar evocando el desaparecido libro de Heráclito. Finalmente, los textos de naturaleza más política que, en mi caso, tenían que ver sobre todo con el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana (nunca me he reído tanto como cuando mi antiguo amigo, Jon Baltza, abducido como yo por Agustín, me escribió una carta en zamorano, deseosos de más o menos pertenecer a la Comuna) y después con el Comunicado urgente contra el despilfarro, los cuales, aunque anónimos y colectivos, dejaban ver claramente su impronta. Por el camino, multitud de sugerencias que iba escrupulosamente anotando (de ahí viene, por ejemplo, mi interés por Iris Murdoch).

La razón de esta querencia tenía que ver, claro está, con que algunos de mis maestros eran o habían sido íntimos de Agustín: en De los números (Barcelona, La Gaya Ciencia, 1976), por ejemplo, se menciona a Víctor Gómez Pin y a Javier Echeverría, agradeciéndoles su ayuda en aquellas cuestiones metamatemáticas, y Fernando Savater dedicó su Ensayo sobre Cioran (Madrid, Taurus, 1974) al propio García Calvo, por no hablar de su proyecto conjunto de inventarse un presocrático (que yo siempre me sospeché que podía ser el sofista Lycofrón, aunque esto solo sea una ensoñación mía) o de que uno de los personajes de Diario de Job parezca trasunto. En fin, es imposible dar cuenta de su obra inmensa, pero no podemos olvidar sus tres tomos sobre el lenguaje, escritos en forma dialogada (Rueda, Trino y Lina, ¡cómo me habéis hecho disfrutar!) o su monumental Tratado de rítmica y prosodia… (creo que lo último que leí fue su póstumo El cerco de Zamora, maravilloso pastiche poético que me aprendí de memoria).

Por otro lado, echaba de menos que no se tomara más en serio su trabajo, incluso por aquellos que lo admiraban y respetaban. Menos importancia tenía que descubriera que su figura se representaba caricaturescamente en algunas novelas, como la de Alfredo Bryce Echenique, La vida exagerada de Martín Romaña (que sorprendentemente había leído y releído en mi adolescencia sin pillar la caricatura) o en la de Félix de Azúa, Diario de un hombre humillado (pillándola). Por acabar con estas cuestiones chuscas, Leopoldo María Panero le llamaba don Pantuflo (el padre de Zipi y Zape), pues que también gastaba ese característico afeite a la rusa. Tuve que callarle la boca haciéndole ver que se trataba de un homenaje a Abel Martín, el maestro de Juan de Mairena. Nada fastidia tanto a un pedante como la ignorancia de otra pedantería.

Como uno iba aprendiendo sus cosillas por aquí y por allá, resultó que sus posiciones chocaban con tesis de tipo psicoanalítico que me parecían muy razonables (por ejemplo, en torno al amor), con cuestiones de tipo más político (sustanciada de alguna manera en su agria polémica con Savater acerca de la figura de Sócrates), por no hablar del ninguneo que desde la filosofía del lenguaje o desde la estricta filología se hacía de sus propuestas; lo que en mi ignorancia me escamaba sobremanera. También su negativa a representarse su práctica como filosófica, abandonando ese término a los profesores por irrecuperable.

Pasé mucho tiempo intentando hacer composibles todas estas cosas, consiguiéndolo solo de aquella manera, pero dejando claro que la importancia de la distinción “mundo de que se habla/mundo en que se habla” tiene consecuencias terribles. En otras palabras: un mundo de palabras con significados y un mundo de índices que solamente señalan. Eso que llamamos realidad no sería sino la vana pretensión de poder hablar de lo que las cosas son al mismo tiempo que somos capaces de señalarlas. Pues no, si las señalamos estamos en el mundo en que se habla, si las significamos en el mundo de que se habla; es decir, no es lo mismo decir “te quiero” que “el amor embarga el ánimo del amante”. Lo primero, para tener sentido, no puede independizarse del momento en que se profirió (hic et nunc); lo segundo, sí. Los que confían en la realidad confían en que el aquí y el ahora no se traiciona al significarlos. No se dan cuenta de que ingresan en un mundo distinto de aquel en el que están. Por eso los amantes saben que el “te quiero” ha de ser constantemente renovado, mientras que “dos y dos son cuatro” o que “Sócrates es mortal” no precisa de renovación alguna. En cierto sentido, es una reformulación de la imposibilidad de conjugar vivir y saber. En fin, el lugar donde más claramente lo expuse fue en El descrédito de los quilates (Irún, Iralka, 1999), el cual escribí junto a Jon Baltza (él haría otro intento en su Un escorpión en su madriguera. Indoeuropeo y euskara: mito e identidad, Alegia, Hiria, 2000), donde menos claramente en todo lo demás, incluido esto mismo.

Con el tiempo he ido dejando su lectura sin abandonarla del todo. En un momento me pareció que el poso dejado era suficiente y no era necesario removerlo. Lo tengo aquí conmigo y ya no distingo si viene de dentro o de fuera. Y de ahí que ahora, hoy, aquí ni reniegue ni afirme, sino todo lo contrario.

Francisco J. Fernández
Francisco J. Fernández

(San Sebastián, 1967) Doctor en Filosofía. Especialista en Filosofía moderna, le interesa asimismo la lingüística o el ajedrez. Su último libro es Lycofrón. Diario de clase (2021). Próximamente publicará una recopilación de escritos titulada El resto de la idea.

9 comentarios

  1. Fantástico. Cosa que le hice cuando aún seguía entre nosotros, o sea, entre los menos….

    Guerra en el Ateneo

    En una ocasión el abajo firmante tuvo la fortuna de ver a Agustín García Calvo zamparse parsimoniosamente una hamburguesa en la plaza de los cubos de Madrid, solitario y meditabundo. ¡Ese hombre singular, que ha hecho con y mediante la palabra todo lo que oralmente y por escrito se puede hacer, siempre que sea lo suficientemente atípico respecto de la cultura vigente, reponiendo fuerzas en una capillita del dios contra el que lucha con mayor encono, o sea, el dinero travestido en cosas! No había ninguna incoherencia en ese acto, desde luego, puesto que él ha defendido la incoherencia misma en infinidad de lugares, de manera que estaba siendo paradójicamente consecuente con sus más habituales declaraciones. Pero sin duda aquel encuentro tuvo su gracia, sólo superable en encanto por el privilegio que supondría poder vislumbrar aunque sólo sea por un instante la cara que se le debe de poner montado en un coche, suceso que no se puede descartar enteramente en una vida que ya supera la ochentena. Sin embargo, el profesor García Calvo mantiene el formidable aspecto de siempre, como de uniforme hippie: con sus camisas estrafalarias y coloristas anudadas al ombligo, su blanca barba recortada a la moda de Don Pantuflo Zapatilla, sus lentes siempre limpias para cantar sus lecturas y contemplar los partidos de fútbol (donde dicen que descubre una metáfora transparente de los tiempos que corren), sus pantalones pitillo y botas de tacón o sandalias, los brazos en jarras con una pierna adelantada -lo que mis amigos llamaban postura praxitélica…-, y eternamente tocado de salud y calma, no obstante su militante rechazo de la medicina institucionalizada, entre muchos otros rechazos clamorosos.
    Últimamente, este bizarro paladín del lenguaje vulgar se deja ver y oír un poco más en algunas revistas sofisticadas y páginas web, como antes hiciera durante años en radio, prensa, foros universitarios y garitos cualesquiera, allí donde pudiera compartir su guerra particular -que él dice común- contra todo lo que se pretenda genuinamente real. Al igual que sugiriera en su momento Don Miguel de Unamuno en París, el señor García Calvo exhorta a pensar incesantemente, pero evitando a toda costa dar lugar a ideas, que, según afirma, son siempre las del poder y nunca las del pueblo. Quien no le conozca aún o le conozca poco, puede contemplarle perorar sobre este y muchos otros asuntos afines de un modo íntimo y nada solemne en la Cacharrería del Ateneo de Madrid todos los miércoles en torno a las ocho y media de la tarde. El único requisito que se exige para acudir es saber hablar y escuchar en su modalidad más básica, que más que filosofías o filologías lo que este actual Pirrón practica en esa ilustre casa son hechicerías. Mal que le pese, Agustín García Calvo es sin duda una parte viva de la historia de España desde que fue legendariamente expulsado de su cátedra por el régimen franquista al sumarse al levantamiento estudiantil del año sesentaycinco. Desde aquí recomendamos sincera y calurosamente hacerle una pequeña visita antes de que le conviertan de un modo u otro en una olvidada pieza de museo…

    1. Doy fe de que montó en coche. Estaba hablando animadamente con los muchachos que éramos entonces. Malaga, en torno al 90, un Congreso de Jóvenes filósofos, donde por cierto destrozó a Teresa Oñate, que exhibía su ignorancia. Nosotros tan contentos, pero llegó Xantipa y empezó a chillar: Agustín, que perdemos el tren. Agustiiiiin! El maestro se avino a tan chillonas razones. Se disculpó por no poder seguir perdiéndose en el razonamiento y se metió en aquella jaula de cuatro ruedas. Pensé que si hasta Agustín estaba tan sometido a las inclemencias de la pareja era hora de prepararse para vivir solo y sin escudo.

  2. Si había que coger el tren había que coger el tren, nada de Xantipas ni de rollete homoerotico con los colegas… por cierto, no has mencionado sus chuscos desencuentros con el fisco…

    1. Entre los muchachos había muchachas, a las cuales sentó tan mal como a los muchachos que se nos interrumpiera aquella ocasión, pero, claro, es verdad, si había que coger el tren, entonces había que coger el tren. En cuanto a sus chuscos desencuentros con el fisco, fue una venganza de hacienda por un artículo publicado algunos meses antes. Yo , desde entonces, me cuido muy mucho de hablar mal del Estado de Derecho y de relativizar nuestras obligaciones como ciudadanos. Es más, defiendo a cal y a canto la iniciativa que tuvo el Ministerio del Interior, por aquella misma época, de hacer una edición de lujo de La paz perpetua de Kant.

      1. Toda paz es buena, excepto Paz Padilla, que será buena, no lo niego, pero en tonta… No obstante, el maestro de Don ¿Agustín? decía eso de que «la paz es mentira»…

  3. ¡Genial ácrata mendicante, nihilista agudísimo! Tuve dos contactos con él. Uno en el auditorio de la facultad de ciencias de Granada. Me escandalizó, porque un servidor estaba entonces muy alienado (engagé) con la lucha ideológica contra el sistema liderada por el estalinista Althusser, y me parecía que la perorata sobre el ser y el no ser de aquel jipi extrafralario era salida de tono o evasión pequeño-burguesa e insolidaria. Me equivocaba, por supuesto.
    Luego tuve la suerte de oírle recitar poemas en la Casa romántica de mi amigo y suyo JLM, junto a Isabel Escudero, que hacía de musa y aliciente erótico al mismo tiempo. Eso fue en Úbeda.
    Creo que fue después cuando descubrí su obra, empezando por su eruditísima lectura de los presocráticos, su versos. Y fui adquiriendo para el instituto y para mi mismo los libros de Lucina. La verdad es que su figura se me fue agigantando y su obra me parece hoy un tesoro por explotar.

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