La gruta, el bosque, el río, el valle y la montaña escalonan
Contiguos los límites de la ciudad rica en templos, Lebadea.
Cada jalón representa un tránsito en el peregrinaje
Conducente a la memoria salvadora o al aborrecible olvido:
Montaña valle río bosque y gruta señalan los hitos.
La interioridad del caminante reconoce los ámbitos
Que esos márgenes externos circunfusos le indican
Cual símbolos confeccionados por la telúrica deidad.
El héroe otorgó al lugar sagrado su carisma.
Dos serpientes deslizan sus cuerpos filiformes
Por los miembros de la efigie del semidiós agraciado
Erizando con sus frías escamas la piel de piedra pulida
En el centro del antro horadado por el onírico portento,
Monstruoso dragón de piróforo resuello y ojo voraz,
El ínfero habitante de las moradas inferiores,
Nutriendo con su enmarañada camada infinita
Las entrañas viscosas de la madre tierra.
Ordena el misterio que repose el iniciado
En los habitáculos del ofidio su cuerpo viciado
Y su alma en pena, e incubada en silencio
De a ver esclarecida su verdad al ensueño.
Timarco es mi nombre. Expongo mi pasado
Por el don de Etálides instruido. Fui posterior
Discípulo de Pitágoras. Remonta lejos
Mi linaje de espectros
Hasta la generación de combatientes
Junto a las praderas del Escamandro
Cuando el ídolo de la laconia condujo
Al borde de las aguas del Leteo
Sin temor ni temblor nuestros pasos
Dejando a los perros hacer presa de los despojos.
Fueron mis predecesores en el Hades Tiresias y Anfiarao.
Entonces llegó a mis oídos el hipnótico canto de Orfeo.
Por su gracia las eras que engranan el rosario de mi vida
Invirtieron su orden y me alzaron a los eones venideros.
La memoria es el don que rutila mi longevidad
Y a ella accedí tumbado en medio de la pesadilla
Entregando el alma a la oscuridad del antro anegado.
Nada oyeron allí los oídos, sólo los ojos vieron.
Escruté la escritura cifrada del libro sagrado
Y leí en ella la pintura de los círculos secretos
Eternamente reintegrados al ombligo del cosmos.
Toda vez que hablo, mi alma ingresa en lo incógnito.
Maguer me esfuerce en alcanzar el estado bienaventurado
Los dioses no han cedido todavía a mis ruegos:
Continúan rodando las reencarnaciones
A las que mi débil piedad por los hombres
Fatalmente me ha encadenado.
Tú que revisitas estos parajes desolados,
Si desolación puede llamarse al retorno
De uno a uno mismo, admira primero
El paisaje que te rodea, y húndete luego
En el misterio que sólo a ti se revela.
Cumple el rito, que los dioses te guíen
Y que la risa recompense tu valentía.
Tienes en tus manos la tablilla grabada
Que depositaron las mías en el santuario.
Nada suntuario mancilla su precio.

Increíble por hermoso y necesario el poema. Por buscar la belleza de la materia poética, las palabras; por alcanzarla («El ínfero habitante de las moradas inferiores») y transmitirla; por describir el funcionamiento del mundo («…los círculos secretos / eternamente reintegrados al ombligo del cosmos» y por afirmar su irreductibilidad con un sujeto estable y fundante, errante en el mundo que ya no habitamos, sino recorremos («Los dioses no han cedido todavía a mis ruegos: / continúan rodando las reencarnaciones») y el último intento de una posteridad dudosa, de manos de un viajero improbable que atienda nuestra ofrenda. Algunos afortunados, como Timarco, contemplan el cosmos y su indecible circulación cuyo fin sólo los dioses conceden; por ejemplo, como Asklepios, el último griego descrito por el novelista Miguel Espinosa. Y lo mejor -o lo peor-, la posibilidad de que los dioses no estén en el exilio (como creía que lo estaban desde Hölderlin y Heine), sino aún allí, y que simplemente la constatación de este hecho pueda ser pensado, y comunicado, y entendido, contra el leontino.
Leí la novela de Miguel Espinosa que mencionas. Una reviviscencia de la antigüedad griega maravillosa, donde, si no recuerdo mal, la infancia tiene un protagonismo destacable.
También Torrente Ballester, en el Hostal de los dioses amables, plantea tal exilio, con no menos gracia que Heine….