Caín –en su calidad de primero de los seres nacidos por la cópula de pares/padres– mató a su hermano por protección. Los celos ante Dios, que narra la versión oficial, bien podrían ser, en verdad, la sensación de orfandad existencial que brinda llegar a estas tierras sin objeto ni sentido, sin razón ni fundamento, con la fecha de muerte como única certeza ante tanto desconcierto.
Caín bien pudo haber sido el primero en ejercer el derecho a preguntar “¿para qué hemos venido?”, buscando, sin éxito, una respuesta que mitigue tanta desolación en el desértico terreno, otrora Edén, para esos padres que trocaron paraíso por averno.
¿Qué alegato podría contener el dolor tan profundo e intenso de tener tales progenitores que, como todos en la larga serie iniciada por ellos, no pueden contestar a sus hijos los misterios de venir al mundo sin finalidad ni obrar alguno que pueda fugar el rostro de la muerte, mordaz y pétreo?
Ni los griegos se habían animado a ponerle un nombre del inicio de lo humano. Jugaron en el despliegue trágico con aquello del «entre» de dioses singulares y selectos, conjugados con la diáspora en masa de lo humano.
Ni Sócrates, democráticamente juzgado (no lo olvidemos), habría tenido tanto derecho (ius naturale como positivo) para no ser condenado con una pena aún más furibunda y apremiante por la que Caín aún vaga errante en las tierras de Nod, que hoy son nuestro mundo entero.
En su calidad de primogénito, tuteló a su hermano, lo anticipó para emanciparlo y liberarlo ante el dolor inminente e ineluctable de contar con esos padres sin autoridad de tales, y ante la voz silenciosa de un dios sin respuestas, tan perverso y altanero.
Baudelaire signó a los de Caín pertenecientes a una raza, en oposición a los de su hermano muerto. Siguiendo el planteo dual de las verdades y sus opuestos, tan caras y cercanas a los planteos poéticos.
Caín –como el primero de la zaga– es el camino allanado y directo, al que en condición de redil seguimos; dado que continuamos sin responder a esas preguntas, replicando el rol de hijos huérfanos y de padres sin derecho ni autoridad a serlos.
Otras versiones, aún más conjeturales, indican que bien podría haber sido Caín, en verdad, hijo de Adán con su primera e incomprobable mujer – Lilit–, la cual, al no querer obedecer al hombre, se fue no sin antes inocular el conjuro de la semilla del «mal» en su vástago para, de tal manera, impedir la continuidad –razonada– de la humanidad.
Si existiese un valor objetivo –es decir, sin la incidencia del sujeto o de lo subjetivo –, Caín hizo lo correcto al matar a su hermano, al privarlo de vivir en la condena del valle de lágrimas, en el desierto de lo real y el desconcierto del habitar sin respuestas, hasta el momento mismo en que todo no sean más que preguntas.
Tal sitio debe estar revestido; el que nos aguarda al morir. La disolución, definitiva y absoluta, del concepto.
Si no comprendemos el dolor, la furia, y el pavor de Caín, o al menos nos arriesgamos a hacerlo, difícilmente dejaremos de seguir sus brutales pasos, y tal vez dejemos la errancia en el desierto.
Filosofar es fugar de la eternidad en un espacio y tiempo sin nombres ni sujetos.