Sobre el protocolo científico más querido por publicistas y autoridades
Las frases “esto está demostrado” o “demostrado científicamente” equivale en la práctica al grosero y autoritario “¡y punto!” en una conversación corriente y a los “imprimatur”, “hágase”, “nihil obstat” o “visto para sentencia” y el resto de las innúmeras fórmulas rituales del poder burocratizado que se emplean para pasar de la conjetura a la ley, o del proyecto al decreto. Técnicamente, “esto está demostrado” en lingüística es una emisión performativa, es decir, que hace lo que dice porque dice que lo hace, sin necesitar de prueba o justificación externa, tal como fueron elucidadas por John Austin por extenso en Hacer cosas con palabras. El científico dirá que naturalmente que ha habido prueba o confirmación, y de lo más riguroso posible (estudio “doble ciego” y etcétera), pero una prueba, o un millar, no hacen una demostración, sólo hacen una inducción altamente probable, como bien sabían Aristóteles y David Hume. La demostración es y debe ser deductiva, si tiene sentido hablar en estos viejos términos, y sus pruebas características no deben apoyarse en experimentos, porque, además, los resultados de los experimentos también son meramente inductivos, o seguiríamos pensando como antes de Galileo que un kilo de plomo cae más rápido que un kilo de plumas. Un experimento, por otra parte, es algo calculadísimo -además de carísimo y especializado hasta la micrología ya en la actualidad- que se apoya en instrumental, teorías, matemáticas y una preparación de años por parte del mago que saca el dato de esa chistera. Y, sin embargo, nos hacen creer que el dato en cuestión estaba ahí antes de todo ese aparataje cultural tan sofisticado, puesto por nosotros enteramente aposta, como el hueso del paleontólogo bajo la excavación. Un dato no es un duro hueso: es un resultado intelectual. Se somete a un proceso natural a unas condiciones anómalas y lo que se obtiene de ello es igualmente anómalo, como no podía ser menos. Leopold von Ranke, refiriéndose a la investigación histórica, dijo una vez con gran honestidad que un dato es un saco que se desploma si no metes algo dentro…
No obstante, no sólo los profesores de ciencias, sino los medios de comunicación y los grandes laboratorios del planeta siguen creyendo a pies juntillas que hay algo así como “datos desnudos”, y que estos están de alguna manera “demostrados”. Paul Feyerabend escribió que el mito de la demostración cerrada e indefectible consiste en creer que el gurú, en este caso el científico, puede empezar un relato acerca de un objeto, pongamos Peter Higgs sobre su famoso bosón (por cierto, no dejen de leer a Lisa Randall al respecto en su librito de la editorial Acantilado), y permitir que lo termine el propio objeto, asegurando así que el striptease corra a cargo de la naturaleza, no del inquiridor de sus arcanas leyes. Pero es que resulta, primero, que las cosas no hablan, y por tanto el papel del científico es más bien el de un ventrílocuo, y, después, que, hablen o no hablen, si su esencia fuera tan transparente como pretende el científico una vez él la ha desvelado trabajosamente entonces estaría presente ante nosotros desde el origen y el esfuerzo científico no habría hecho falta para nada. Que no es así, claro, lo demuestra -es broma- la consideración de la cantidad de antepasados prehistóricos nuestros que habrán muerto por ingerir la baya o la seta equivocada. Por eso Heráclito dejó dicho que Φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ, “la naturaleza gusta de ocultarse” (DK B 123), y por eso Kurt Gödel, en el otro extremo de la formidable aventura del pensamiento occidental, formuló su celebérrimo teorema de la incompletitud de los sistemas axiomáticos, que si bien las autoridades y publicistas de todo signo parecen no conocer, los hombres de la bata blanca de cualquier materia o especialidad sí debieran tener en cuenta.
En fin, no nos dejemos engañar por los anuncios de televisión o por las opiniones de los expertos, que utilizan la fraseología que les conviene para cerrar el paso a nuestras dudas o divergencias y colocarnos su mercancía. Ni la propia muerte está demostrada, apurando la cosa, aunque no convenga desafiar su inducción abrumadora. Las propias Inteligencias Artificiales, que se nos presentan hoy como el Moderno Prometeo (también en su aspecto monstruoso), funcionan por saltos de abducción suministrados por el agente humano, no, ni mucho menos, por deducción ni por una suerte de arte inventivo automático. Demostraciones, pues, las justas…

El famoso silogismo que aparenta demostrar deductivamente la muerte (me abstengo de añadir la coletilla “común y corriente”) de Sócrates, es doblemente engañoso, primero porque un silogismo formalmente deductivo prohíbe operar con datos no cuantificables, como es el caso de los individuos, cuya ciencia, como subraya Fran en su libro sobre Lycofrón, es imposible, y segundo porque su premisa mayor, como bien subrayas tú, no es analítica, sino inductiva. Supuestamente, Sócrates es mortal porque la mortalidad es una condición del ser humano, y él no deja de ser un ser humano, pero es dudosa la premisa de que todos los hombres sean mortales por el hecho de que lo han sido siempre, del mismo modo en que lo es la premisa de que mañana saldrá supuestamente el sol porque ha salido siempre. La premisa que permite llegar a la conclusión de que todos los hombres son mortales es que todos los seres vivos lo son y, siendo el ser humano un ser vivo, es necesariamente mortal. La inferencia es en este caso correcta, pero ello no es óbice para dudar de que Sócrates lo sea, se produce ahí un salto infranqueable deductivamente. De la mortalidad de Sócrates podemos dudar habida cuenta la persistencia con la que su nombre colea todavía hoy, como siempre, más bien parece agraciado con la inmortalidad, o con la semimortalidad, como héroe de la filosofía. Pero no es este el problema que le ocupó personalmente a él, sino el de la pervivencia de su individualidad, según testimonia Platón en el Fedón, y es en torno a esta incógnita como se configura la idea del alma, que es la que habla.
Si Sócrates no hubiese muerto no hubiese obtenido inmortalidad alguna, valga la paradoja del mártir, y nadie se acordaría de él.