Si todos o una gran mayoría, en el mismo momento y a la misma hora, resolvemos hacer lo que nos venga en gana, así sea bajo el imperativo categórico de no molestar al otro (un deber ser siempre teórico, nunca posible en la incidencia o en lo real como ambivalente y discutible), nos terminaríamos generando un problema mayor, tanto a nivel individual como general o colectivo, por más que, en la ambición de ciertos individualistas, no se conciba la abstracción de lo común o, peor aún, que se la reconozca y que tengan por objetivo u objeto pulverizarla.
Debemos ir aún más atrás, a riesgo y temor de demandar al lector, en el caso de que tal categoría de lo humano siga existiendo, prometiendo cual actor democrático una recompensa o satisfacción posterior a la elección.
Cada uno de nosotros, tanto de lo que hemos sido como de los que seremos, somos en tanto y en cuanto un resultante de otros. Antes de ser individuos, de pretendernos como unidad o escindidos a la mínima expresión de una partícula elemental, desde donde tendríamos el sagrado derecho a la individuación o que nuestras definiciones personales (incluyendo las emocionales, racionales, estéticas, antitéticas y todas las demás, separadas o mezcladas) sean respetadas y ensambladas, no somos más que el producto de quienes nos engendraron, vía procedimiento natural, artificial o sobrenatural o accidental.
El polvo, la encamada, follada, la acabada adentro de José a María, o la inseminación mediante instrumentos técnicos donde intervienen tantos otros, además de la pretensión de quienes abonan tal procedimiento, ni qué decir en el caso de que exista una o varias deidades (es decir, sumando todos los creyentes de todas las religiones) son las pruebas irrefutables de que estamos constituidos (el psicoanálisis dirá “por el deseo de”) por la determinación de otros a los que les debemos la existencia o a quienes les tenemos el sagrado derecho a demandar las preguntas que jamás responderán (el primer filósofo cristiano fue Caín quien, en su calidad de primogénito, mató a su hermano para no hacerle padecer las no-respuestas a las que sus padres lo habían condenado con la existencia misma).
Luego de aceptar esta determinación que no es tan obvia como la muerte, pero tan determinante como ella, podemos decir, hacer y plantear lo que nos plazca. Por supuesto que igualmente hacemos y pretendemos seguir haciéndolo sin la comprensión de lo que somos en cuanto a nuestras potencialidades como limitantes, pero así nos va y de esto trata este conjunto de palabras a las que usted probablemente le brinde la misma atención que a una de las tantas imágenes que se le cruzan por la diáspora conceptual que proponen las redes virtuales y sus orgías de imágenes y de contrasentidos o mejor dicho de sinsentidos inexpresables o intraducibles.
No puede existir una conceptualización, es decir, un posicionamiento, ni político, ni económico, ni de ninguna especie que pretenda saltearse algo tan simple y básico como la irrefutabilidad de que el individualismo es posible gracias, merced, vía o mediante la otredad.
La libertad es un ejercicio imposible de interacción entre el problemático circuito de sujeto-objeto. Aún más atrás del idealismo trascendental de Kant y de la intersubjetividad de Fichte para siquiera mencionar el idealismo absoluto de Hegel o el materialismo que lo invierte, recordamos a Borges en el poema el Golem: «Si (como afirma el griego en el Cratilo), el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra Nilo».
Sería suficiente que gritemos o expresemos «¡viva la libertad carajo!» para serlo, vivenciarlo e imponerlo (sin la imposición semántica, claro está) disputando de tal manera la escenificación política reducida a los que, de igual manera, pero de modo diferente, es decir, en una alteridad automatizada, creen que a la pobreza se la disputa creando el ministerio de repartición o distribución y que a las minorías o sectores desfavorecidos se los incluye o iguala, con el uso de ciertas palabras o la irrupción de una letra sobre otra.
A nadie o a muy pocos les interesa saber hacia dónde la libertad avanza, en verdad a casi nadie le resulta interesante saber. En la posibilidad cierta de que algo sea de una manera que no satisfaga nuestras impresiones o inquietudes, nos iremos al sitio seguro del procedimiento, del autismo de salirnos de tal lugar del cual provenimos por esos otros que nos concibieron y de la ulterioridad de una muerte anunciada como ineluctable.
El síntoma reciente y general (o demostración) de lo expresado es que nos impusimos encierros prolongados por el temor a morir. La vinculación con el otro generaba el contagio, siempre próximo a la tragedia de concluir.
Ni qué hablar de los números ingentes de pobreza y marginalidad a los que la siempre políticamente correcta academia europea le regaló el término «aporofobia» que en las Indias, tal como desde siempre, estamos dispuestos a usar, que nos restringieron el campo de acción o nos limitaron «el campo teórico».
Hace tiempo largo, luego de los procesos dictatoriales, que la democracia y todo lo que ocurre bajo su significante es un asunto de poco más que la mitad de las poblaciones totales. Declamar lo contrario es un acto demagógico como, a esta alturas, criminal.
Producto de esos otros que nos desearon, que nos concibieron y más aún que, en los primeros años de nuestra constitución biológica (el camino de la individuación), nos permitieron contar con las condiciones materiales para pensar y articular palabras, no debemos olvidar o huir pavorosos de lo fundamental.
Si algo hace la filosofía (para los que preguntan) es precisamente preguntar a riesgo de conjeturar luego de los interrogantes.
El problema no es que la libertad avance, sino que se les pueda preguntar ¿hacia dónde avanza la libertad? a quiénes pregonan en nombre de la misma un afán libertario e incluso liberal partiendo de una inmanencia falsa, irreal o confusa de la individualidad.