Al igual que a fines del s. XIX Paul Verlaine se atrevió a titular una colección de ensayos Poetas malditos, no entiendo cómo nadie ha osado componer aún otra que se titulase Poetas benditos. Allí figurarían no sólo San Juan de la Cruz, sino también G.K. Chesterton o Isabel Escudero Ríos, que nos dejó hace tan sólo cinco años. Pero como Isabel era una mujer, sorteemos el viejo dilema entre referirnos a ellas como poetas o poetisas con el sucio y tonto subterfugio de denominarla “poet-isa”, aprovechando el diminutivo cariñoso a que suele dar pábulo su nombre. Era, sin duda, bendita en su quehacer poético pese a declararse atea, puesto que cantaba a lo gratuito, liviano y de posesión común, o sea, a aquello que es de todos porque realmente no es de nadie. Además, lo hacía en versos sencillos, de métrica alada, tan despegados de su propia subjetividad que muchos los han comparado con haikus, cuando en realidad los haikus son pura subjetividad llevada a su quintaesencia pero sin relevancia de autor. A Isabel le gustaba mucho eso, obviar al autor, por si acaso no hay Autor, y menos si una se reconoce vagamente atea. Porque si un regato en mitad del bosque o un pedazo de cristal roto en un vertedero no tienen autor claro… ¿cómo van a tenerlo versos anónimos como estos?…
¿Adónde irá el pájaro
que no vuele?
¿adónde iré yo
que no te lleve?
De Coser y cantar, Lucina.
A Isabel parecían gustarle mucho los pájaros, era como una ornitóloga lírica. Cantaba al gorrión, que es el ave más gregaria que existe, porque es infrecuente ver muerto a un gorrión, es como si tan sólo se individualizase al convertirse en cadáver, mientras que todos los demás se generasen espontáneamente en las bandadas que pueblan los cielos de campo y ciudad. Los pájaros, claro, tampoco son de nadie, pero menos aún cuando se confunden unos con otros, cuando todos son casi el mismo y como comunidad cantora no cesan nunca. Yo ví un par de veces a Isabel colgada del brazo de Agustín García Calvo, y las dos veces me pareció muy impresionante, como un hada buena de El sueño de una noche de verano, una de las obras traducidas precisamente por el filólogo de la barba en forma de pagoda. En ambas ocasiones sonreía como un ángel, y tanto la una como la otra la pareja se internó en una oscuridad que parecía ser sólo suya -pero nada es de nadie, y nadie hace nada que no esté hecho o que no se haga solo….
¿Quién mece la cuna,
la cuna en el aire?:
La cuna vacía
no la mece nadie.
¿Quién mueve la luna
por el firmamento?:
a la luna nadie
le da mandamientos.
¿Quién mueve las nubes
por el cielo azul?:
no las mueve nadie
ni las mueves tú.
¿Quién mueve las olas
del inquieto mar?:
si nada las mueve
no se pararán.
De Cántame y cuéntame, ediciones de la Torre.
Recuerdo que en mi primer encuentro con ambos Agustín había empezado su charla -entonces le tocaba él, pero lo mismo podría haber sido ella- con una observación que todavía hoy me sorprende. Hizo ver que si escuchamos la frase “aquella mañana, los pájaros no estaban allí”, por el poder mismo taumatúrgico del lenguaje el oyente evoca y no evoca a la vez en su alma (permítaseme la palabra porque ellos se la permitían, y porque se la permite a menudo la gente en su parlar cotidiano) a esos pájaros, que estuvieron allí en el difuso estado de no estar, pero que estuvieron. Eso, supongo, es la poesía, y así la entendía Isabel Escudero: algo así como el arte de dejarse llevar por la presencia sin dueño, pero teniendo en cuenta que también la ausencia es, como dijo Martín Heidegger. Así, los siguientes versos de alegre beatitud, que lo mismo andaban pensando no sin algo de malicia (la poesía bendita no puede serlo todo el rato…) en la extravagante pareja, o parejo, de nuestra poetisa:
Como el agua,
como el agua,
incansable repite
las mismas gracias.
De Razón común, razón poética.