Acaba de clausurarse la Cumbre de la OTAN, en Madrid. Al parecer, ha sido todo un éxito. Algo de lo que enorgullecerse, algo bien resuelto, como dicen los presidentes en cuanto tienen oportunidad. Los vistosos carteles OTAN/NATO han engalanado calles e informativos. Sesudos geoestrategas han justipreciado la transcendencia del evento y periodistas no menos sesudos lo han voceado. Se ha alabado al anfitrión y hasta el tiempo ha acompañado: las primeras damas han podido lucir sus bonitos vestidos de manga a la sisa.
El 12 de marzo de 1986 yo tenía dieciocho años. Estaba en mi primer año de carrera. Poco antes, había estrenado mi derecho al voto en unas elecciones autonómicas. En mi inocencia voté a un partido que llevaba como lema «la fuerza de la razón», supongo que para combatir la razón de la fuerza (¡ay, en cuanto veo un retruécano, me desarman!). Como estudiante de filosofía que era, pero joven e influenciable como el perro de Obélix, me pareció lo más razonable. Tal vez por ello me decidí a votar también en el llamado Referéndum de la OTAN (quería comprobar de paso la diferencia entre democracia indirecta o representativa y directa), aunque en la papeleta que deposité no aparecía ni por asomo ni OTAN ni NATO. En efecto, solamente ponía Alianza Atlántica, pues resultaba que en aquella época el significante OTAN generaba suspicacias que tontiastutamente se evitaron. Como es sabido, aquel referéndum fue consultivo y condicionado, aunque el tiempo se llevó por delante la elegancia de respetar los condicionantes con que se pretendió dulcificar el trago de decir que «Sí» (no participación en la estructura militar; prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares; reducción progresiva de la presencia militar estadounidense). Fue una operación verdaderamente diligente del gobierno de entonces. Con solo una poquita de acritud (pues se amenazó con dimitir si no ganaba el «Sí») se convenció a media España de que había que situarse en el lado bueno de la Historia. A juicio de muchos, ese es precisamente el momento en que cabe cerrar el episodio de la Transición española (ese milagro democrático), aunque, la verdad, yo suelo fijarme más bien en los resultados de la Liga de Fútbol (pues suelen reflejar bastante bien las tensiones constituyentes). Para quien no me crea, el Real Madrid (la Quinta del Buitre) empezó a ganarla otra vez a partir de 1986, tras haberlo hecho anteriormente por dos veces la Real Sociedad de Alberto Ormaetxea, otras dos el Athletic de Bilbao de Javier Clemente y finalmente el F. C. Barcelona de Terry Venables, lo que indica un claro cambio de ciclo que iba más allá de lo futbolístico. Que yo sepa, solo Agustín García Calvo (al que el fútbol, no obstante, le interesaba lo justo) se dio cuenta de que las cosas ya estaban decididas de antemano (véase «Tras el acierto de una profecía», El País, 20 marzo de 1986), mientras que otros se pusieron a firmar manifiestos ora por el «Sí» (con el argumento, grosso modo, de que se trataba de elegir entre lo malo y lo peor) ora por el «No», cumpliendo sin saberlo el mandato de la división del trabajo que don Antonio Machado detectó en los asuntos de la razón práctica: que los malos unten la flecha, que los buenos tiendan el arco.
El «Sí» ganó casi en cualquier sitio, salvo, claro está, en aquellos lugares donde las victorias ligueras resonaban todavía o las esperanzas futbolísticas habían cobrado nuevo vigor (en Navarra ganó el «No», pero, claro, el Osasuna participó por primera vez en la Copa de la UEFA precisamente en la temporada 1985-86, y en la parte oriental de las Islas Canarias también, pero, claro, la Unión Deportiva Las Palmas había subido a primera división en 1985).
El Gobierno se lo trabajó, es cierto: algún psicólogo social debió de decirles que la respuesta que interesaba que ganara debía ser un «Sí», pues al parecer es más fácil para el personal decir «Sí» que «No», lo que significó que la pregunta se las trajera. Ítem más: algún sociólogo alzapollas propuso que debía celebrarse en miércoles y no en domingo, y así se hizo. De hecho, es probable que no hubiera hecho falta tanta parafernalia, pero seguro que promocionó las ingenierías sociales de estas disciplinas.
Aquel pobre chaval de dieciocho años descubrió con asombro (que aún perdura) lo rápido que se olvida la indignidad de los procedimientos siempre y cuando se vean coronados con el éxito democrático (luego vi que los protagonistas de los mismos se jactaron de las maniobras empleadas). Como la juventud es la edad de la insolencia y de la percepción de la injusticia, a Dios puse por testigo de que no volvería a votar. Y así sigo, con esa idea fija. Creo que es la única lealtad que mantengo, y eso que he prometido amor eterno varias veces. Además, Descartes me ampara: no es conveniente fiarse de quien ya te ha engañado alguna vez. Diréis algunos que son otros tiempos y otras personas. Vale, pues decidlo. No es verdad. ¿Que no os convenzo? Descuidad, no organizaré un referéndum para lograrlo.
Un amigo mío, fino como un lebrel, y, cuando quiere, de colmillo retorcido me ha venido a señalar con sarcasmo mi capacidad para fábular épicamente historietas de abueletes, en este caso, el hecho de votar en un referéndum. Le he dado la razón, por supuesto. He releído lo escrito para detectar lo épico y lo he encontrado: estoy mintiendo. Las elecciones autonómicas fueron unos meses después, no antes del Referéndum de la Otan. Pero, claro, narrativamente mi argumentación iba a resentirse demasiado, así que modifiqué la secuencia para poder seguir cargándome de razón. De hecho, tal mentira me la he venido diciéndome desde entonces, es decir, que no la he inventado para este escrito, sino que me acompaña inconscientemente desde la primera vez que tuve que justificar por qué no votaba. Al detectar mi amigo lo ridículo del tratamiento épico, he detectado yo también mi impostura. Este abuelo cebolleta se pregunta cuántas más de estas estarán configurando sus recuerdos…
Se trata de dar un rodeo tan sólo : la «épica» es hipostasiar lo subjetivo en una forma intersubjetiva, y, al parecer, hay quienes defienden que esa intersubjetividad es una forma de verdad. ¿Quién se ocupa de la verdad a secas? ¿No era inalcanzable por culpa de las formas a priori de la sensibilidad? Pues eso, a seguir el mandato de Dios en el Edén y a servirse de los hechos para nuestro provecho. Todo es relato, dicen los post-, pero es que ya contamos con ello, incluso cuando escrinimos unas líneas como estas en un comentario.
Dicen los psicólogos que no sólo modificamos los recuerdos, sino que los creamos cuando nos hacen falta. ¡Ojalá la OTAN fuese un invento tuyo…! Gran artículo, incluida la aclaración.