Siempre resulta curiosamente complicado adentrarse en las sendas de la definición de aquellos conceptos entendidos como valores y principios universales que precisamente por su universalidad, generalidad y necesidad habrían de resultar claros, sencillos, concretos e independientes a cualquier tipo de interpretación. La Verdad, la Libertad, el Bien, el Mal… son buena prueba de ello, pero voy a detenerme en el que inevitablemente es el vientre fecundo de todos los demás: la Verdad, esa gran desconocida que, sin embargo, en la boca de los hombres alcanza dimensiones desmesuradas de intolerancia, imposición, discusión y en el peor de los casos: ofensa. Sí, mucho me temo que, a lo largo de la Historia de la Humanidad, grandes barbaridades fueron, son y serán cometidas enarbolando una sola palabra: ¡Verdad!
No resulta original ni novedoso aventurarse a definir o indagar qué se entiende por Verdad, puesto que muchos han sido los grandes pensadores que ocuparon buena parte de su tiempo e intelecto en tal asunto. Platón ya mostró su preocupación por la búsqueda de —permitan la redundancia— la Verdad verdadera y su conclusión fue tal vez, una de las más nobles que hasta el momento imperan en la Filosofía: “La Verdad es el Bien y, por tanto, es asimilable a la felicidad y esta solo se halla mediante la virtud”.
Con anterioridad, Sócrates reconocía un problema que acumulaba disensiones al respecto cuando la razón trataba de definir la Verdad. Su método de conocimiento no lograba llegar al consenso absoluto y necesario, pero acudiendo al denominado “intelectualismo ético”, sí era capaz de establecer una relación directa entre Verdad-Sabiduría-Virtud y Maldad-Falsedad-Ignorancia.
Aristóteles, fiel a su teleología, proclama que la búsqueda de la felicidad culmina en la consecución de la Verdad a la cual el hombre se inclina por naturaleza.
Por su parte, los Padres de la Iglesia (San Agustín y Santo Tomás como máximos representantes) simplifican o agudizan el asunto —según se mire o se delegue— en otra gran desconocida: la Fe. Para ellos, la Verdad reside y se halla en Dios, solo él puede iluminar el alma humana y revelar la Verdad.
Dando un salto en los antecedentes de esta gran búsqueda de la definición de la Verdad, comprobamos que, según avanza la cronología humana, las dudas se multiplican, el escepticismo por lograr una definición absoluta se impregna en las teorías, estudios y axiomas filosóficos. Hegel, Rousseau, Kant, Nietzsche… Todos ofrecen sus concepciones; aventuran sus demostraciones; tratan de resolver un mismo interrogante, pero las respuestas siguen siendo inconclusas y parecen existir tantas verdades como hombres habitan la Tierra.
Yo, lejos de definir lo que permanece y aún permanecerá indefinible, tan solo me limitaré a examinar la Verdad como antónimo de la Mentira y desde el punto de vista de la necesidad, de su cabida dentro de la sociedad actual. Y así, mi primera afirmación será que no está preparado el mundo de los hombres para la sinceridad. Necesitamos, exigimos la mentira y hasta… hasta la legitimamos promulgando leyes, dictando sentencias, celebrando comicios (elecciones); es decir, autorizamos a que reine la mentira y gobierne nuestras vidas. No podemos ser sinceros y, por consiguiente, queremos, esperamos y dejamos que también nos mientan otros hombres tan humanos y mentirosos como nosotros mismos.
La esperanza en la transparencia se desvanece y la sombra turbadora penetra en nuestras almas. Se cierran las ventanas, se bajan las persianas y se corren las cortinas. De esta forma, no hay ser humano que aguante la mirada de la luz de la Verdad.
Somos topos y nos guía la mentira porque, en verdad, nadie quiere escuchar la Verdad y caemos inevitablemente en la hipocresía del mentir. ¿Mentir? ¡Qué horror! Sin embargo, todos sabemos mentir. Algunos lo agradecen y otros se convierten en auténticos artistas del embuste; en sus labios las mentiras resultan tan bellas y embaucadoras que ¿quién podría resistirse al regalo del oído, aunque sea una falacia?
Por último, permítanme valerme de dos archiconocidas frases/sentencias populares para compartirles una pequeña fábula de mi autoría, pues decir que “la mentira tiene las patas muy cortas” es igual que admitir que tiene cien pies. Sí, así es, la mentira es un ciempiés, mas, si “la verdad nos hace libres”, será acaso porque es un ave y vuela —sí, vuela—, pero con un ala rota, temiendo caer cuando sopla el viento de cara, sotavento…
¡Mantén el rumbo! —grita el ciempiés al halcón que vuela con el ala rota sobre su cabeza, su cuerpo de gusano abultado y sus cien zapatitos de tacón—. ¡Mantén el rumbo y vuela! ¡Vuela alto donde tus sagaces ojos de rapaz no detecten mi presencia de gusano rastrero levantando el polvo del camino cuando piso con mis cien pies a la vez!