Suele decirse que la historia humana es la crónica del progreso. Una cronología del avance, del próspero adelanto, de la mejora continua y el florecimiento, del impulso del perfeccionamiento. Siguiendo el lema, en su ir más allá in crescendo, las sociedades humanas encarnarían plenamente el latino “Plus ultra” . O, al menos, eso podría parecer.
Cogiendo como base su evolución técnica, debería resultar obvio para cualquiera, que la mejoría ha sido exponencial a lo largo de los siglos. Uno de sus ejemplos clásicos es el de la divulgación del conocimiento y la difusión de la información. Hablando de cifras, si tuvieron que transcurrir varios milenios hasta que la escritura llegó a ser accesible a quinientos millones de personas, apenas tuvieron que pasar dos siglos hasta que la imprenta llevó sus libros al mismo número de gente. Y si el invento de Gutenberg batió todas las marcas, más veloz fue el periódico, que tan sólo tardó un siglo. Récord que sería pulverizado primero por la radio, que solo necesito 50 años. Después por el cine, que logró la precisa cifra de quinientos M en tres décadas. Más tarde por la televisión, en dos. Y, finalmente, por Internet, que gastó apenas una década en hacerse con semejante espiral viral. A partir de entonces, desde la aparición de la Red, hemos asistido a revoluciones y, por ende, a cambios de paradigma, prácticamente cada lustro. Y más recientemente, las metamorfosis se han dado, prácticamente, cada dos años.
Pasamos de los primeros PC (las clásicas “torres” de los 90), donde se podía trabajar y jugar, pero poco más, a los modernos portátiles de uso indiscriminado. De éstos, donde ya se podía navegar, mandar correos, entrar a páginas webs y hablar por Messenger, pasamos a los primitivos teléfonos móviles, merced a los cuales disponíamos de un acceso directo a todos nuestros contactos, pero no tanto al conocimiento en línea. Más tarde, llegaron los smartphones, y con ellos, surgieron también las redes sociales. Las cuales, dominan ahora sin competencia alguna la palestra mediática y colectiva. Y todo ello, en menos de una generación.
Aunque muy básicas, y con cierto aire de difusión y divulgación, las RR. SS. ya existían a principios del nuevo milenio. Caso de los chats, de Classmates, MySpace, Xing o, a su modo, Wikipedia, las cuales aportaban a sus usuarios ventajas nunca antes vistas para comunicarse, informarse, escuchar música, enamorarse o culturizarse. Si bien no sería hasta que la tecnología permitió tener la nube en la mano que comenzó su hegemonía. Nacieron, o maduraron, sitios como YouTube, LinkedIn, Twitter o Facebook. Los cuales, en mayor o menor medida, copan todavía el mercado… pero ya en franca decadencia.
En efecto, de un tiempo a esta parte, la evolución ha sido vertiginosa. En un abrir y cerrar de ojos se ha llegado a un punto donde se ha hecho efectiva la ficcionada sociedad globalizada e hipercomunicada. Consumando de pleno las expectativas de conocimiento e información que, apenas unos años antes, parecían pura utopía. Tanto así que, este nuevo paradigma y posibilidad tecnológica, ha ejemplificado a la perfección el ideal posmoderno de la inmediatez. En su madurez, su uso y potestad parecía inalcanzable, y casi en el límite de la perfección y la posibilidad. No obstante, la rueda no ha dejado de girar y, a día de hoy, constantemente, han ido surgiendo nuevas redes, nuevas aplicaciones y novedosas plataformas. A cada cual, más rápida, más accesible, más directa y, también, más pueril.
Todo ideal y todo proyecto pueden morir de éxito. Y esto también es válido para el ansia y proyecto de conocer. En cierto modo, incluso, se podría decir, que en algún momento se llegó a su top y su clímax, a su máximo esplendor y, desde ese entonces, sin que lo advirtiéramos, todo empezó a involucionar. Todo lo que sube tiene q bajar y, de igual modo, cuando algo llega al culmen de sus posibilidades, solo puede decaer e involucionar.
No faltará quien piense, y bien pueda argumentar también, que las redes sociales son al conocimiento lo que la comida basura a la gastronomía. Con todo, visto desde una perspectiva más abierta, hay que reconocer que portales como Facebook, Twitter o YouTube aportaron durante mucho tiempo grandes oportunidades de información y difusión. En YouTube uno podía, y en parte todavía puede, con sus limitaciones, documentarse y ampliar su fondo de cultura: vía canales, pódcasts, conferencias o audio-libros. En Twitter se abrió por primera vez la potestad de una sociedad realmente abierta a la expresión directa, gracias a la interlocución inmediata e intertextual: las cuentas, tanto de instancias como de personalidades, los hashtag y los comentarios, abrían el melón de un diálogo sin fronteras ni barreras estatales o sociales. Y con Facebook, merced a su muro y la variedad de variables desplegadas, tales como vídeos, links, estados o imágenes, se tenía acceso a todo tipo de contenidos generables que se podían ver en un pasavoleo. Esto es, cualquier hijo de vecino se hacía con un par de cuentas y cartera de páginas y grupos y, en un periquete, visualizaba todo tipo de información: desde las noticias del día, a las selecciones de frases, pinturas o anécdotas históricas, científicas o filosóficas que sus administradores de preferencia iban preparando. Más aún, esos mismos contenidos y lugares le iban llevando a nuevas fuentes y espacios de conocimientos en un feedback continuo. Pero luego todo cambió. Y hogaño, todo se ha hecho demasiado básico y acelerado… simple.
No está claro si los culpables fueron los propios medios en su afán de monopolio; los usuarios demandando contenidos y continentes basura; si alguna trama de ingenieros sociales dedicados a la perversa tarea de la estupidización; una mezcla de todo ello, guiada por el natural movimiento del espíritu de los tiempos hacia el consumismo sapiencial y la alienación de masas; o, más bien, una evolución consustancial del dinamismo de los sistemas que crecen y crecen hasta alcanzar su cenit para luego decaer. Sin embargo, lo que parece obvio, es que la ocasión de aprovechamiento de los recursos que daba Internet fue yéndose a pique paulatinamente. En una deriva tan vertiginosa como vertiginosa y rauda fue la implementación de las políticas inquisitivas de veto, los anuncios o la sumisión ideológica, en un medio que se las prometía muy felices como contrapunto a los medios clásicos.
Las políticas de esas plataformas cambiaron. Llegó la prisa, la censura y la monetización. Y se fueron arruinando. A continuación, fueron apareciendo nuevos formatos y espacios, más toscos y de menos posibilidades. Como si, de verdad, el espíritu de lo pop, del dinero y del fin de los grandes relatos, se hubieran apoderado de la potencialidad de un conocimiento serio y completo. Acaeciendo entonces, lo peor de la sociedad de la imagen y del espectáculo dentro de las infinitas posibilidades que hasta entonces habían dado estos mecanismo tan actuales y performativos. Tanto así que la misma primacía de los inputs y los outputs que había facilitado tener todo a un toque de ratón, se volvía sobre sí misma y acababa volviendo todo reducible a ese elemental correlato de la celeridad y simplicidad tan de la actualidad y del mercantilismo consumista unidimensional.
Los youtubers devinieron en ticktockers. La cualidad de comunicación macro de Twitter se abandonó por la comunicación de cercanía de guasap o Telegram. Y los muros de Facebook se trasmutaron en el vano y pueril postureo de Instagram o Snapchat. Y, así las cosas, ¿qué cabe esperar para el futuro?, no una vuelta a usos mejores, o un avance. Si no, ciertamente, una implementación, en esa evolución-involución de lo breve, lo superficial y lo inmediato, hacia formas y formatos cada vez más insulsos e ineficaces para la difusión del saber, la divulgación pedagógica o la creación de una sociedad informada culturalmente.
Consecuencia: como decíamos, aunque todavía las grandes plataformas mantienen su liderazgo, la realidad no parece nada halagüeña. Éstas están menguando y desapareciendo, con sus seguidores y creadores en desbandada, mientras que las simplistas y superficiales nuevas redes de masas se han vuelto virales. Unas marcas que, precisamente por su naturaleza y características, tampoco tardarán en resultar aburridas y ser sustituidas por nuevos productos más atractivos y de fácil consumo. En una carrera urgente y fugaz, como de fracaso, como de historia de un error, que ya poco o nada tendrá que ver con la cultura y la divulgación del conocimiento pretendido; una carrera hacia la superficialidad y la nada de la que surgieron.
¡No en vano hay quien las llama «redes s(u)ciales»!