Es casi un hecho antropológico cómo el reconocimiento de los grandes personajes deviene tras la muerte de estos. Figuras olvidadas, no reconocidas o incluso denostadas durante su vida y labor, paradójicamente, parecen —como por arte de magia (o nigromancia escatológica)— alcanzar la consideración y celebridad tantas y tantas veces negadas al término de sus días. Artistas que no han vendido un cuadro en vida se convierten en genios de la pintura, escritores desconocidos se convierten en bestsellers e, incluso, actores de segunda se trasmutan en iconos pop de la noche a la mañana. Así es la naturaleza humana… o la esencia social del zoon politikon.
Y qué decir de los pensadores molestos que, con sus escritos, ideas y planteamientos personales, inasibles para la inercia colectiva y el pensamiento dominante, habían resultado un auténtico dolor de cabeza y un problema para el discurso imperante y el statu quo. La academia, los medios de comunicación y la intelectualidad toda parecen volcarse en conceder un talento y un mérito impagables. Confesando, de paso, cómo ese mismo valor y pujanza constituían justo hasta ese mismo instante una verdadera molestia para la mediocridad y la tabla rasa de la valía.
Es el caso de Sócrates, tábano de Atenas en vida, quien, una vez ejecutado, se convirtió en leyenda inmortal y mártir del conocimiento. Y es el caso de uno de los pocos sabios vivos que aún conservábamos en tierra patria hasta hace unos días. Antonio Escohotado Espinosa (1941/2021), profesor universitario, jurista, ensayista, traductor y, ante todo, filósofo y ensayista español que llevó una trayectoria vital e intelectual tan dilatada, inasible y omniabarcante como lo fue su idea de libertad. Idea que fue eje central de su vida y obra, gracias a la cual saltaría a la palestra cultural de esa democracia española que, con sus ideas, ayudó a conformar, y motivo último por el que durante años (por seguir ejerciéndola sin disimulo) hubiera sido relegado al ostracismo de una intelectualidad tan encorsetada como cobarde. La cual, incluso hoy en día, cuando, pasando a mejor vida y convertido en mito del pensamiento, ha dejado de ser una molestia para la hipocresía predominante, no ha podido menos que centrar su labor en los aspectos menos incómodos de su ideario.
Así es, Requiem aeternam dona ei Domine, nuestro admirado Escohotado, a quien tuve el honor de conocer en un par de ocasiones, allende los límites de su casa y las fronteras de sus escritos, si bien ha sido elogiado y laureado por toda la cultura estatutaria, no ha podido menos que ser malinterpretado. Mermado su pensamiento a un reduccionista y cómodo filosofar de salón, donde se ha obviado su originalidad y auténtica vis contestataria, sustituida por la fácil etiqueta del excéntrico fundador del Amnesia ibicenco y el escritor de la monumental Historia general de las drogas.
Y es que, efectivamente, Don Antonio fue eso. Pero también fue mucho más que eso. Dentro de su pensar, y de su concepción liberal y libertaria (más allá de clasificaciones fijas y pueriles), fue el gran defensor de la legalización y la autodeterminación en el uso de los fármacos. Si bien no lo fue menos en el uso y disfrute del más amplio uso del libre albedrío del pensamiento y de lo humano. Algo que, a lo largo de su trayectoria, fue produciendo un agrandamiento en los ámbitos posibles de libertad humana y, cómo no, distintas evoluciones en su filosofía, que muchos no supieron ver y no le perdonaron.
Orteguiano y hegeliano en su pensar, enamorado de la filosofía antigua, también se ocupó de ver las raíces de las raíces de la libertad y la dominación en lo social. Elaborando, y virando desde posiciones de izquierda, una no menos monumental obra que la Historia de las drogas sobre el comercio que muchos no supieron entender y prefirieron obviar: y fue causa general de su olvido general desde la ortodoxia progresista que él, más que nadie había ayudado a conformar, y, verdaderamente, representaba. Esto es, la gran mayoría no quisieron o, peor aún, no pudieron entender que en el uso de su libertad explorara nuevas tierras en el Mediterráneo ideal del pensamiento. Pues, como alguna vez dijo…
“De niño y de viejo. Estudiar sirve para cambiar de opinión. Hay que cultivar la cultura del hallazgo.”
Antonio Escohotado
Ya que, si uno no puede cambiar de opinión, como dijera otro gran pensador, es como si estuviera muerto.
Con todo, el quehacer de Escohotado, no debería mermarse a las meras y hueras cuestiones de la epocalidad y la moda, ya sea en la farándula intelectual, en empleo de los estupefacientes, o de la economía. Escohotado tuvo una filosofía completa y no una simple diletancia cultural, en la que la psiconaútica (heredada de Hoffman, es algo mucho más trascendente que el simple uso o abuso de las drogas), la teoría del comercio (nada que ver con la crítica a la sociedades de consumo actuales, como algún desinformado ha sugerido) o la historiografía del pensamiento (donde Hitos del sentido, su última obra, es la guinda de una bibliografía sin parangón), jugaron solo papeles particulares (indiscutibles pero no totalizadores). Escohotado, o Escota (como le llamaban los amigos), fue un pensador con mayúsculas que deberían pasar al panteón de los filósofos ilustres, un maestro entre maestros, una de esas rara avis que conciliaron la autenticidad en lo cognostitivo y en lo vital, mas, ante todo, un individuo y un ser libre…
“De la piel para adentro, mando yo. Ahí empieza mi exclusiva jurisdicción, y elijo si debo o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano.”
A. Escohotado
Coincido contigo en casi todo, excepto en que en sus últimos tiempos gastaba un mal humor en mi opinión indigno de su trayectoria y su buen talante (además de talento…) No sólo porque la edad le hace a uno cascarrabias, lo cual es triste pero enteramente disculpable, sino también porque sentía, y proclamaba, que todos los detractores de sus tesis, fueran vivos o fueran muertos, eran tontos de remate que no habían abierto un libro en su vida. Esto, claro, es un absurdo que probablemente él mismo hubiera desmentido en privado, pero que le calentaba la boca sin poder evitarlo en publico. No merecía, Escota (Dragó es el autor español más tonto e insufrible de toda nuestra historia, tanto que casi hasta se le coge cariño), ese desenlace tan de perro rabioso, él, que quiso morir precisamente como un perro -lo cuento en «Antonio Escohotado envuelto en una manta», revista Hypérbole.