Me huele a chamusquina

—Pues no tengo ni idea, pero me huele a chamusquina.
—Mejor así, ¿no? Mejor no tener idea: no tenerlo visto, y ya se irá viendo, o no.
—Eso sí, pero, con todo…
—Ya, que te huele a chamusquina, lo cual acaso sea otra manera de hacerse una idea, como queda reflejado en el libro de Heráclito en aquello de que ei pánta tà ónta kapnòs génoito, rhĩnes àn diagnoĩen, o sea, que si todas las cosas que hay se hicieran humo, qué es lo que es cada cual narices habría que lo distinguieran.
—Eso, sí, o algo por el estilo; qué difícil esto de librarse de las impresiones, de tener una impresión.
—Y peor aún, cómo cuesta librarse del impulso religioso, ese que nos conmina a creer que la impresión es de algo diferente a la propia impresión.
—Andá, pues no lo había pensado… pero sí, vaya, como si cada cosa anduviera por ahí, en su Hermandad Secreta de las Cosas Todas, y nosotros recibiéramos las correspondientes impresiones derivadas de esas cosas sin que queden afectadas esas mismas cosas en su ser lo que son, idénticas a sí mismas.
—Eso que Lucrecio llama simulacra, que serían como membranas o películas o pellejos, o como cortezas, que se desprenden de las cosas y nos traen su figura o efigie, la de la cosa.
—Y eso, ¿verdad?, no puede ser de veras así, que ya enseguida se da cuenta de la trampa quien para mientes en ello: que «eso otro» de que se desprenden las membranillas o figuras, si a su vez quiere ser lo que es, tendrá su figura o efigie bien constituida y distinta de las demás, de manera que nos arrojaría al habitual truco de matemáticos y físicos, ese de la interminabilidad que quieren hacer pasar por in-finitud, y vaya que lo hacen pasar.
—Menudos enredos, sí, y con qué facilidad se los van tragando; así es la Fe: uno se ha de agarrar a algo para que algo lo tenga agarrado y sujeto, que no hay otra manera de que yo me crea que soy la que soy, yo misma, si no es sustentando algo que, por eso mismo, me sustenta.
—¡Tiene narices la cosa!
—Bien dices, y acaso para desfacer el tuerto convendría que tiráramos por ahí, por la parte de las narices que nos traía Heráclito de modo diáfano.
—Pero no, me imagino, por la vía a que nos llevaba la chamusquina: la de darnos cuenta de que acaso eso no fuera sino otra forma de ideación.
—No, no por ahí: que también Lucrecio en su compendio sobre la Realidad se ve obligado a reconocer de alguna manera que los olores y aromas no se desprenden de la superficie como cortezas, sino que vienen de lo más hondo de la cosa de que son representantes o simulacros, y lo hacen de forma tortuosa y hasta quebrando un poquillo la constitución de la cosa misma: pero ni aun así cae Lucrecio del burro.
—Pues dejemos a Lucrecio que se las arregle con sus fantasías, y vengamos nosotras a lo nuestro, o mejor no nuestro, sino de cualquiera. ¿Por dónde sientes que se nos abre la vía?
—Llevo maravillándome no sé ni cuánto, será porque no hay «cuánto» que valga, de un término que atraviesa los escritos de los sabios indios desde que se tiene noticia: un término que, cuando se ponen a hacer algo semejante, pero no lo mismo, que la llamada «Filosofía» equivale de manera parcial a lo que Platón, y toda la ristra de filósofos tras él, llamaba idéa.
—Que quiere decir algo como «lo que ya se ha visto», ¿no?
—Sí, así es en su origen, aunque luego han mareado mucho la perdiz, pero sí: la vista es la que trabaja, como titulaban una sección de las de antaño en los diarios o revistas en que te animaban a buscar las diferencias entre dos dibujos aparentemente iguales.
—Y sospecho, por lo que nos ha ido saliendo, que los indios más bien hacen trabajar las narices.
—Pues sí, un poco a lo heraclitano, y contraviniendo el famoso comienzo de la Metafísica de Aristóteles, que traduzco así: «Todos los hombres, en virtud de cómo están constituidos, se someten a la apetencia de hacerse ideas».
—De manera que los indios no hacen recaer en la visión, como Aristóteles y Lucrecio, la ideación, que ya no podríamos llamar «ideación»… Y ¿qué término es ese que te anda rondando?
Vāsanā, que propiamente quiere decir ‘perfume’. A los restos que a uno le quedan de lo que sea que crea que haya pasado, a eso lo llaman vāsanā.
—Algo similar, entonces, a eso de las «impresiones» que decíamos antes, ¿verdad?
—Solo que, ya ves, o ya te lo hueles, como más sutil, más, si quieres, indefinido.
—Claro, porque hasta cuando los psicólogos y demás, tomando las palabras forjadas por los filósofos griegos, hablan de «carácter» y de «tipos» y hasta de «arquetipos», todo ello se refiere a las impresiones formadas, como en una pasta de plastilina, por los moldes que en cada caso se apliquen: las impresiones son literalmente el producto de la presión de esas hormas en la masa.
—Sí, y los sabios indios, en cambio, eligieron esa metáfora del perfume, y no por casualidad. Ni siquiera se trata de olor en general, sino de la parte, por así decir, buena o agradable: esa a la que uno no estaría dispuesto a renunciar con facilidad. Y es que de eso va la cosa: que ese perfume, vāsanā, se usa también como equivalente a ‘deseo’ y a ‘ilusión’, y lo que se proponen esos sabios indios es desprenderse de esos deseos, de esas ilusiones, que como un tenue aroma queda enredado en las entretelas de nuestras almas…
—Pues más claro, agua: nada de chamusquina, que más bien sugiere un olor del que a una le gustaría librarse, y de ahí la expresión «Me huele a chamusquina»: no me huele nada bien la cosa o, saltando de nuevo a la visión, la cosa no pinta bien.
—Sería como el último refugio de la idea de mí-misma: convertida en rastro apenas notado, pero que está ahí, aquí, un aromilla agradable que canta quedamente: «Sí, esta soy yo, yo misma, la que soy lo que soy».
—Así parece que estamos hechos. Y la cosa es que… bueno, pues que me está llegando un aromilla rico desde ti, que no se si serás tú misma o eso que no es nadie ni nada, que me está brotando la apetencia de olerlo, de olerte…
—Perdámonos, pues.

Un comentario

  1. ¿Y no es precisamente esta manera de no-ser la propia de los ricos y poderosos del mundo, que saben que nada hay excepto sus impulsos hedónicos eventuales, como expertos perfumistas que querrían ser (metáfora habitual entre los sultanes de las mil y una noches y entre los poetas parnasianos), y que toda ideación es ridícula y nada más que pasto para la dócil e innúmera plebe?… Pregunto.

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