En abril comenzará la cosmogonía del universo Hierro, una explosión que se expandió por un espacio tan etéreo como es el de la poesía. La mitología y su construcción es uno de los temas de investigación y de elucubración más interesantes que puede encontrarse, ya que encierra en sí mismo la creación absoluta y también la imaginación, ¿no es eso la base de toda nuestra existencia y también de la historia?
La mitología nace desde muchas fuentes, desde múltiples interpretaciones de una realidad apenas vislumbrada, percibida desde ópticas diferentes y son tantas que eso hace que la dimensión del mito nos apasione y que su estudio sea primordial para intentar atisbar quien es ese ser al que admiramos y hemos convertido en un mito.
Hierro forma parte de nuestra mitología, ya que su leyenda, su nacimiento como mito, es la faceta que más nos interesa, y que no es otra cosa que la indagación en la historia y en la literatura de un personaje: descubrir el cómo y el porqué se convierte un hombre en personaje.
Hierro es alguien conocido y reconocible en esta ciudad desde la que escribo —al menos por una parte de sus habitantes— gracias a sus estancias santanderinas, a muchos de sus amigos cercanos y cómplices de su vida que han ido dejando un rastro de partículas de Hierro. Pero vamos a reflexionar sobre quién es Hierro, el poeta que tuvo que explicarse así mismo en Cuánto sé de mí.
Los mitos nacieron en algún lejano período neblinoso de la historia con el objetivo de conocer dónde estábamos y descubrir quiénes éramos… A partir de aquellos distantes milenios, la idea primitiva fue creciendo hasta convertirse en esa noción indeleble sobre lo incomprensible.
Hierro es ese personaje extraordinario, respetado por un Olimpo donde dioses, semidioses y héroes conviven en armonía para que nosotros los podamos conocer y comprendamos, estudiándolos. Hierro tiene el carácter mítico entre nosotros similar a un Hércules vencedor de pruebas. Hierro atravesó sus penitencias, las que le forjaron, las que le dieron esa figura de estatua, recia, sólida, construida en el silencio, un silencio que, como sus años de aprendizaje en la vida, le transformarán en el mito de él mismo. A Umbral le sucedió algo parecido, o a Cela, dentro de esa nueva pléyade de personajes literarios. Otros más lejanos están ya presidiendo los panteones de la poesía española como Miguel Hernández (80 años de su muerte este año) o Lorca; consagrados para comprendernos y comprender el mundo, su mundo, iconos imposibles de borrar de nuestras referencias literarias.
Hierro va desvelándose en imágenes omnipresentes con su poderoso torso inclinado sobre la tierra, labrando su minifundio en Liencres o las instantáneas en su finca de Nyagua, finca ya también de regusto legendario, como Celama o Macondo o tantas regiones de incierta localización que, sin embargo, son tan sugerentes y evocadoras como algunas ya reales.
Hierro según Umbral tiene cabeza de aristócrata prusiano con casco incluido y manos de labriego que siembra ideas de príncipe en surcos de jornaleros.
Hierro es el icono de la distancia, de ese humo de fábrica de revolución industrial y de Chinchón de mañana en un bar perdido de un suburbio cualquiera.
De esa forma, nosotros somos los que fabricamos los mitos, uniendo ideas y recuerdos, anécdotas y poemas que luego cosemos para intentar comprender una vida, enriquecida por ese rompecabezas de retazos reales e imaginados que nos permitan comprender, en ese mágico proceso y único salto del mito al logos…
Aquí y ahora estamos construyendo y resolviendo una nueva pregunta de la Quimera: quién es, quién fue José Hierro, ¿quién estuvo cerca y comprende, comprendió, lo que guardaba en esa cabeza de rotundas formas bronceadas? Como modernos Aquiles, estamos buscando la respuesta adecuada, buceando en libros, en palabras y poemas para hallar los indicios que nos lleven a descubrir todos los enigmas que se llevó consigo o al menos comprender fielmente lo que quiso dejar para que otros encontráramos verdades o dudas, realidad o misterio.
Todo nuestro conocimiento se basa en un continuo aprendizaje, en un rastro continuo que hay que seguir, desde que alguien dibujó —por lo que fuera— algo en el interior de una cueva, que es el paralelismo perfecto para mencionar nuestro interior, descubrir esa gruta escondida en nuestra mente, grabada y pintada con signos que alguien dejó allí y que a veces no sabemos que están en esas galerías casi inexploradas que conformar nuestra mente.
La poesía de Hierro es esa pintura, esa silueta, es ese mensaje que traspasa las hojas del libro impreso y se oculta en la mente, y que puede ser una explicación del mundo, de nosotros y de él mismo, el Hierro emocional, el Hierro musical, el Hierro alejado de ciertas etiquetas que se colocan en las esculturas para saber el título y su significado…
Hierro ha forjado su grandeza en el recuerdo que tenemos de él porque somos nosotros los que le recreamos e interpretamos a través de cada verso y poemario, los que hemos construido un nuevo evangelio, un nuevo catecismo para la reciente poesía española de posguerra y transición y de la actualidad con el Cuaderno de Nueva York.
Hierro es esa musa del septentrión, la melancolía, una nueva faceta iniciática de su particular mística entre el mar y el campo, entre la tierra y el agua.
El mito se construye en base a muchos conocimientos, todos parciales, sobre el ser extraordinario y lejano protagonista de dicho mito. Ese conocimiento que va creciendo y transcendiendo, unido a la tradición oral y la fantasía, ese «yo recuerdo, el yo vi, el yo conocí» van a conformar su particular cosmología, su leyenda y su posterior explosión y expansión. ¿Vimos a Hércules y sus proezas? ¿A Ícaro y Dédalo? ¿A Prometeo dándonos el fuego, dándonos la capacidad de conocer y poseer discernimiento como seres humanos?
Hierro lo dejó claro cuando nos dio su fuego, en su Cuánto se de mí, o su Historias para muchachos…
En esta nueva pléyade a Hierro le acompañan Hidalgo, Salomón, Maruri, Rodríguez Alcalde, Cantalapiedra, Arce… De su Santander y sus libros al éxito que otros buscaban en Madrid.
Hierro es paciente. Huye de eso, pero nunca huyó de la palabra, de la música, de la verdadera amistad; es de humanidad desbordada con una extraña cercanía a nosotros.