Monsieur Aubenque (1929-2020)

No siempre, pero sí cada vez que podía, me iba a los cursos de doctorado de Pierre Aubenque. Se venía ex professo desde La Sorbonne hasta la Facultad de Filosofía de Zorroaga, en San Sebastián. Los daba en general por la tarde. Yo todavía estaba en el segundo curso de mi licenciatura, pero atendí algunas sugerencias en el sentido de que asistir me sería sumamente provechoso. Me sentaba al fondo y escuchaba. Los estudiantes de doctorado me sacaban algunos años y verdad es que me impresionaban, sobre todo porque algunos iban armados a clase con la edición trilingüe de la Metafísica de Aristóteles de Valentín García Yebra (traducción latina de Guillermo de Moerbeke, el amigo de Santo Tomás de Aquino) o Le problème de l’être chez Aristote (Paris, PUF, 1962), aquel libro mítico del propio Aubenque que revolucionó los estudios aristotélicos. Hablaba en francés, pero en mi caso eso no era problema: el francés soutenu de Aubenque era claro y distinto.

Recuerdo la primera clase, no tanto otras. El tema: Francisco Suárez (1548-1617), el escolástico tardío. Me hice con algunas fotocopias que circulaban (una docena de estudiantes, no más) y descubro que son de las Disputationes metaphysicae (publicadas en Salamanca en 1597). Lo que yo pudiera saber acerca del Doctor Eximius era nada, aunque no me era totalmente desconocido. La clase era básicamente una lectio, es decir, que lo que se hacía era fundamentalmente leer. Creo que de inicio esperaba algo menos convencional, pero eso era solo consecuencia de mi ignorancia e inexperiencia. De hecho, lo que ocurría es que todavía no sabía leer filosofía, que no es una lectura cualquiera. Aubenque se atenía al texto de manera escrupulosa. Leía en latín, traducía de seguido al francés (yo miraba de reojo la traducción castellana, a la que él también echaba un vistazo de vez en cuando, normalmente para mostrar su asombro ante ciertas soluciones) y, a continuación, se ponía a comentar. Iba hacia adelante y hacia atrás, como en una epicicloide hermenéutica. Evocaba a veces alguna etimología o lo marcado de los términos cuando tenían un sentido más técnico. Este rigor hacía que, tras dos horas, se hubiera avanzado a lo sumo una página o menos. Y, así, hasta el próximo día. En cuanto a los comentarios no eran exactamente glosas ni se insistía en asuntos de tipo histórico con idea de relativizar lo que se leyera. No, era algo más bien del tipo de una destrucción de lo adherido de manera espuria por la tradición, siguiendo aquí de alguna forma la idea de Heidegger en Sein und Zeit. Se percibía claramente que Aubenque tenía incorporado plenamente lo que decía. Su misión era, por así decirlo, interna: tras haber limpiado el texto de resonancias molestas, reflexionar sobre las dificultades teóricas de lo planteado al margen del tiempo concreto en que se habían dado. Era como que los problemas se sobreponían a la Historia, lo cual provocaba un efecto muy curioso pues, después de todo, no se estaba haciendo sino historia de la filosofía. En otras palabras, que tales problemas no eran fruto o consecuencia de ciertas circunstancias sociales por ejemplo, sino de la articulación conceptual concreta de los significados. Lo histórico, por decirlo así, surgía cuando comprobábamos las modificaciones conceptuales, cuando veíamos en acto cómo se relacionaban unos significados con otros. Aubenque luchaba contra el aislamiento de los conceptos: siempre se encontraban en maridaje con otros. El descubrimiento de estas relaciones producía un efecto de inteligibilidad, pues chocaban a menudo con las relaciones que de partida uno tenía. Con un ejemplo, que no es lo mismo decir ahora que algo es real que decirlo en el siglo XVI. Pero, asimismo, que este real de ahora arrastra sin darse cuenta representaciones antiguas. Tan importante es saber lo primero como reconocer lo segundo. En consecuencia, Aubenque se negaba a utilizar categorías transtemporales para dar cuenta de los textos. Y se negaba a ello porque sencillamente eso le impedía leer. Lo curioso era entonces que la actualidad de lo leído debía apoyarse en otra estrategia de interpretación: el acercamiento de viejas problemáticas debía hacerse descubriendo la interna tensión conceptual que tuvieran. En aquella clase, Aubenque nos insistió muy mucho en que el simple dato de que Suárez perteneciera a la escolástica no debía hacernos olvidar de que su operación especulativa era mucho más radical de lo que pudiera parecer a primera vista. De hecho, lo calificó de primer filósofo moderno, pudiendo disputar a Descartes ese honor (de paso se asombraba de que en España no se le estudiara como debería, entregando la custodia de su legado a neoescolásticos en vez de a la filosofía contemporánea). La razón de su modernidad es que había descabezado la pretensión de que la filosofía no fuera sino ancilla theologiae, la sierva de la teología. Y lo había hecho mostrando la conveniencia de restaurar la metafísica como ciencia, siguiendo la estela de Aristóteles. Creo que en aquel momento alguien preguntó por el conocimiento que Descartes pudiera tener de Suárez, dado que el Collège Royal de La Flèche era una institución jesuita y el propio Suárez pertenecía a esa orden religiosa. Aquella exhibición de erudición por parte de algún alumno de doctorado no agradó especialmente a Aubenque, pero no tanto porque no pudiera tener su sentido, sino porque podía dar pie a una tentación: la de resolver las cuestiones filosóficas acudiendo a las contingencias históricas. Tomé nota y me guardé de mencionar una idea que me rondaba: la de que la hipótesis del sueño en el marco de la duda metódica podía haberle sido sugerida a Descartes (Ortega decía que vestía a la española) por la noticia de la representación (o la lectura) de La vida es sueño de Calderón de la Barca (pues fue estrenada en 1635).

Sirva esta anécdota para describir el procedimiento general de sus trabajos. Se puede ver claramente que lo novedoso de El problema del ser en Aristóteles (traducción de Vidal Peña, Madrid, Taurus, 1987) consistía en tomarse en serio los problemas que al Estagirita se le plantearon en vez de solucionarlos distinguiendo épocas o influencias (la de Platón, por ejemplo) y lo mismo cabe decir de La prudence chez Aristote (Paris, PUF, 1963) o del más reciente ¿Hay que desconstruir la metafísica? (traducción de José María Ayuso Díez, Madrid, Ediciones Encuentro, 2012), donde se relata, por cierto, su encuentro con Heidegger (diciembre de 1968) al respecto de una posible traducción al alemán del término différance de Jacques Derrida. De hecho, se ha señalado que la orientación general de Aubenque es heideggeriana (no en vano publicó él mismo una edición del famoso debate de Davos, de marzo de 1929, entre Ernst Cassirer y Martin Heidegger Débat sur le Kantisme et la Philosophie, París; Beauchesne, 1972), pero yo le he visto discutir cara a cara con heideggerianos (por ejemplo, con Felipe Martínez Marzoa) y está claro, a mi juicio, que su posición era singular, pues por un lado se negaba a insistir en la desubjetivización a la que invita lo no-pensado, pues arruinaría entonces el trabajo y las soluciones concretas de los diferentes filósofos, como si hubiera un pensamiento detrás del pensamiento, el sotopensar de que también hablaba Ortega y Gasset, pero, por otro, se interesó sobremanera por el concepto de categoría. Pourquoi les catégories?, llegaba a preguntarse en el I Congreso Internacional de Ontología (Cfr. Enrahonar, Monografies, 6, 1994, pp. 75-76). En efecto, no eran raras las ocasiones en que Aubenque se interesaba por tal término o tal otro en lengua vasca, como intentando comprobar la validez de ciertas soluciones lingüísticas hechas en una lengua concreta (dena, por ejemplo, que, traduciéndose por todo, deja ver una construcción de relativo con el verbo ser. Literalmente: lo que es). Fruto de estas pesquisas es el volumen colectivo de cuya coordinación se ocupó Concepts et catégories dans la pensée antique (Paris, Vrin, 1980), pero preocupaciones que aparecen también en los dos tomos de sus Problèmes aristotéliciennes (Paris, Vrin, 2009), donde se confrontaba al lingüista Émile Benveniste (recordándole de paso y como quien no quiere la cosa el trabajo de Trendelenburg, a mediados del XIX) a propósito de las categorías de lengua y las categorías de pensamiento.

Finalmente, hice mis propios cursos de doctorado con Aubenque. El tema: Heidegger. Redacté un trabajito sobre una larga nota de Ser y tiempo, relativa a la dialéctica de Hegel, apoyándome para ello en un artículo de Nicolai Hartmann (1882-1950), que era citado en la misma. No creo que le gustara demasiado. Escribo esto para que perdone mi ignorancia.

Francisco J. Fernández
Francisco J. Fernández

11 comentarios

  1. El desprecio de Suárez como filósofo moderno es muestra de nuestro papanatismo, en beneficio de Descartes, de metafísica tan limitada y aquejada de petición de principio; lo mismo que el desprecio de Guevara como creador del ensayo, en beneficio de Montaigne.
    El sueño de la vida era tópico barroco. La influencia de varios españoles como Sánchez el Escéptico, o el autor de la Antoniana Margarita, en Descartes está hoy fuera de duda. El «cogito ergo sum» está ya en Gómez Pereira (1554): «Nosco me aliquid noscere: at quidquid noscit, est: ergo ego sum». Descartes ya fue acusado en su siglo por el plagio, por Pierre Daniel Huet.
    No estaría mal dedicar la atención de la Quinta del Mochuelo a la lectura aristotélica de Aubenque, o a la obra de Gómez Pereira, que tuvo que esperar para ser traducida al español al año dos mil.

  2. Creo q las cosas son más complicadas. Descubrir la modernidad de Suárez es mucho más difícil de lo que parece y encarecerlo no tiene que involucrar despreciar a Descartes, que era un gigante. Y lo mismo con Montaigne. En cualquier caso, me sumo a tu idea.

  3. Y estaba ya mucho antes en Agustín de Hipona. La suerte de Descartes no se basa, claro, en ninguna leyenda negra de la filosofía y hastade la literatura española del tiempo, sino en que, dados todos esos ingredientes que tomó de aquí y de allí (también de Justus Lipsius o Petrus Ramus), acertó a ponerlos en el orden y con el acento adecuados para ser facilmente leídos y conquistar el éxito. Digamos que fue como Elvis respecto a la música de los negros a finales de los cincuenta. Agustín ya había escrito el pienso luego existo, sin duda, y allí lo leyó el pillo -«gran borrador de sus propias huellas», como también ha sido motejado-, pero ni por lo más remoto se le pasó por la cabeza al obispo que eso pudiera convertirse en fundamento de nada (al contrario: la actividad subjetiva como primera verdad paradigmática sería para cualquier medieval un sacrilegio merecedor de hoguera).

    Vi a Aubenque en 1990, creo, en unas jornadas de la UCM sobre la prudencia en el pensamiento práctico de Aristóteles. Había publicado su obra magna y estaba en su mejor momento.

  4. Por otro lado, hay que tener cuidado con los precursores, como avisaba Canguilhem. De hecho, el cogito ergo sum me parece más un recurso propagandístico por parte de Descartes (un poco como el telescopio lo fue para Galileo) que otra cosa. Lo argumento mediante dos noticias: ni Spinoza ni Leibniz le dan mayor importancia y por otro lado esa conciencia subjetiva juega un papel casi ridículo en el propio pensamiento de Descartes. Me gustaría saber cuántas veces utiliza esa palabra (conciencia) el propio Descartes. Estimo que muy pocas en comparación con lo que se podría esperar. Otra cosa es que el relato histórico-filosófico convencional insista en ello, pero eso es harina de otro costal.

  5. No tan ridículo, fíjate (no tilde) que en la tercera meditación es el criterio subjetivo, la evidencia, el que permite a Dios existir, pero hasta ese mismo momento Dios no era más que una «idea que encuentro en mi entre muchas otras» y tal. ¡El ens realissimum una mera idea del hombre! Por muchisimo (no tilde) menos churruscaron a Giordano Bruno 40 años antes…

  6. Acepto, pero de alguna manera me das la razón. Demostremos con la ayuda del Cogito que Dios existe no sea que nos churrusquen (un poquito de Agustín y otro de Gómez Pereira y lo arreglamos), entre otras cosas porque como no lo demuestre resultará que Dios soy yo. Así, me quito de encima a los teólogos de la Sorbonne y podemos dedicarnos a lo que de verdad importa.

  7. Es que si eres tú el que demuestra a Dios, y no al revés, te churruscan seguro. Descartes se libró precisamente porque no hizo más que guiños zalameros a los teólogos de la Sorbonne para que no le cerrasen la tienda, y aún así su cosmología pasó al índice de los libros prohibidos. Pero tú lo has dicho bien: justo a continuación, no sólamente Spinoza y Leibniz, sino Malebranche o Newton entiendieron que el principio de la filosofía es Dios, no el cogito, qué barbaridad. Lo que ocurrió, en mi opinión, es que el tal Dios había quedado tan exangüe, tan en puros cueros conceptuales por como lo había dejado tiritando Descartes, que la Ilustración no va a pasar por ninguno de los mencionados, sino por Hume, Locke y Laplace, es decir, por esos agnósticos no tan inteligentes que sí asumieron la prioridad absoluta del yo. De modo que aunque es cierto que Descartes no es ningún genio de la filosofía, y que su metafísica es pobre y simplona, sin embargo es completamente cierto que a causa de esos defectos suyos y de lo muy eficaz de su automarketing él es, en efecto, el artífice máximo de la modernidad, y no ninguno de sus muchos más capaces seguidores/detractores -como se sabe, la historia tuvo a bien reservarse por largo tiempo a Malebranche, Spinoza o Leibniz, casi hasta hoy.

    Tal vez es que la voluntad de voluntad andaba pidiendo sitio…

  8. Bueno. Demasiadas cosas. Estoy de acuerdo en casi todo el diagnóstico pero para lamentarlo, es decir, para lamentar que unos cuantos torpes asumieran la prioridad absoluta del yo, cuando a mi juicio no tenía tal relevancia, aunque tuviera alguna y admito que esto último es preciso estudiarlo con más detalle. Por otro lado, casa mal hacer máximo responsable de la modernidad a Descartes cuando la ilustración lo malinterpreta. La razón del agnosticismo ilustrado la sitúo también en esa domesticación de Dios de los racionalistas (Newton es otra cosa). Un ángel no entiende el teorema de Pitagoras mejor que yo, dirá Leibniz. De hecho, hubo una precipitación ilustrada por matar a Dios (Nietzsche de alguna manera lo admite). Todavía era aprovechable desde muchos puntos de vista: el principal no renunciar todavía a cierta perspectiva absoluta. El sub specie aeternitatis de Spinoza, por ejemplo, o la validez de las verdades (Locke tendría razón si no hubiera matemáticas, decía Leibniz). Pero eso fracasó. Totalmente. Como sintoma Hegel interpretaba los juicios sintéticos a priori como una recuperación de antiguos procedimientos, porque precisamente Hume o Locke eran ineptos para Kant para explicar nada de este estilo (no sé dónde leí algo acerca de ciertos intentos de Hume en relación a la geometría, que fracasaron) y tuvo que buscarse la vida ingeniosamente. Y, finalmente, no recuerdo criticas de Leibniz o Spinoza respecto de la simpleza metafisica cartesiana. Las de Leibniz, que son las que mejor conozco, suelen hacer referencia a la insuficiencia metódica (se reía de los cartesianos porque no eran capaces de hacer nada interesante por si mismos a pesar de disponer de un método supuestamente eficaz) o a la transitividad estricta de los conocimientos (las largas cadenas de razones) por las q apostaba Descartes. Esta mal decirlo, pero repito cosas presentes en El filosofo del oceano (Iralka, 1998). Allí se encuentran las referencias concretas para cosas que aquí solo puedo evocar.

  9. Matizo el comentario anterior. Quizá pudiera interpretarse como simpleza metafisica el hecho de que Leibniz dijera que Descartes lo reducía todo a extensión. De ahí sus críticas a la física cartesiana y su Dinámica. Evidentemente, eso no está en Spinoza y por otro lado la Dinámica leibniziano tuvo un éxito solo relativo. Que Leibniz intentara incluso restaurar el concepto de entelequia para ello no ayudaba o que se resistiera a renunciar a las causas finales tampoco. Pero si, ña ilustración fue por otro lado.

  10. Descartes era un matemático. Su metafísica de salón (el propio Leibniz denominaba «cosmética» a la duda metódica) no es insincera, pero sí muy rudimentaria. Basta con las críticas que recibió Meditaciones metafísicas, y que se editan junto al micro-texto cartesiano para demostrarlo. Pero es que hasta Hume y Locke, a los que yo no calificaria de torpes, y que le rendían pleitesía, le zurran la badana. No creo que nadie más que Husserl, a una friolera de siglos, le tomase completamente en serio. Pero es que Husserl -cerremos el círculo- también era un matemático…

  11. “El Sr. Descartes, que era sin duda uno de los grandes espíritus de este siglo, se ha equivocado de una manera muy clara, y otros muchos ilustres personajes con él: no por ello se ponen en duda, sin embargo, sus luces ni su meticulosidad.” –Carta a la princesa Elisabeth, 1678, G.W. Leibniz.

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