La semiótica es la ciencia que estudia todo sistema de signos creado por el hombre, desde el lenguaje del cine hasta el de las señales de tráfico. Iuri Lotman, uno de sus más brillantes estudiosos, aplicó las bases de esta ciencia a la descripción del movimiento de las culturas. La cultura puede entenderse como un discurso sobre el mundo, una forma de darle sentido. Y el sentido del mundo solo puede interpretarse dentro de una colectividad. Una cultura es un todo complejo que incluye conocimiento, arte, leyes, costumbres, etc., y en una misma sociedad pueden existir varias culturas. La cultura, entendida como un cultivo activo de la mente, tiende al mismo tiempo, según Lotman, a la estabilidad y al dinamismo. En cualquier sociedad existe un núcleo (el poder económico y político) y una periferia (el no poder). El núcleo de toda sociedad tiende a la uniformidad, a la estabilidad, es reacio a cualquier tipo de cambio. En cambio la periferia tiende a la variedad, al movimiento. La historia del hip hop, a día de hoy, puede servir como ejemplo de lo que siempre ha ocurrido con todos los tipos de culturas que han surgido en todas las sociedades del mundo, pero a la vez como ejemplo de lo que no debería ocurrir.
Como todos sabemos, el hip hop surge en los Estados Unidos como sistema cultural periférico que desafía al sistema cultural hegemónico, el del hombre blanco con poder, controlador de la política y de la economía en los EE. UU. El hip hop, surgido en los guetos afroamericanos, construyó un nuevo lenguaje musical y artístico que desafiaba todas las reglas impuestas. Desde las bases musicales del rap, “robadas” electrónicamente a la música ya establecida, con sus letras callejeras totalmente ajenas al mercado, hasta la nueva forma de entender las artes plásticas propuesta por el grafiti, que acabó con todas las dificultades administrativas y económicas del arte “oficial” para trasladarse a la arquitectura urbana, haciendo posible a cualquier joven con inquietudes artísticas expresarse libremente y a bajo precio. El hip hop, comprometido políticamente en sus inicios con la desigualdad y la injusticia, bebiendo de los postulados de los “Panteras Negras” y de Malcom X, clamando por los derechos de la comunidad negra americana, adquirió en poco tiempo demasiada repercusión como para ser reprimido por la fuerza. Desde el momento en que el hip hop ganó seguidores entre los jóvenes blancos de clase media y se extendió desde la periferia (el no poder) hasta el núcleo (el poder) de la sociedad, el mercado, la industria, puso manos a la obra para aprovecharse de la situación. Desde el núcleo de la sociedad se forjó una imagen del hip hop que no era la real. La imagen del bad boy, del rapero violento necesitado de armas, drogas y mafias para sobrevivir en el gueto, fue construida desde la mirada del hombre blanco, cómodamente situado en el poder económico y cultural. Desde luego esta imagen, en algunos casos, sí que era real, pero lo triste fue que el movimiento hip hop (sobre todo en su versión más gangsta), nacido desde el entusiasmo, desde la imaginación, desde la protesta, acabó poco a poco absorbido, en muchos sectores, por la cultura masiva del establishment, a la que le interesaba esa autovisión de la comunidad negra como salvaje, basada en la ley del más fuerte, o sea, en la misma lógica del capitalismo (el pez grande se come al chico). Esta nueva visión del hip hop, que se recreaba en la contemplación de jóvenes negros ricos y famosos, forrados de oro y de diamantes, conduciendo automóviles caros y practicando fiestas sin límites en mansiones de lujo gracias al uso de la fuerza y de la violencia en las calles, es decir, la consecución del sueño americano propuesto por el poder, despojó al movimiento de los principios que lo hicieron nacer. Todo lo que el hip hop tenía de revolucionario y contracultural, su espíritu de denuncia, se transformó en una manifestación pseudoartística controlada por el sistema, por el núcleo central, y, más todavía, enormemente rentable para las mismas cúpulas del poder contra las que, en un principio, se dirigía su discurso. Las estrellas del rap empezaron a convenirles al capitalismo, se convirtieron en filones para las multinacionales (no solo musicales, de todo tipo), en artistas-marca que trabajan para la ideología dominante, movidos por intereses comerciales (se antepone el negocio, la marca, a la calidad). Estas star system del hip hop no se venden por su mérito, aunque lo tengan —que a veces lo tienen—. Se venden por dinero, y producen y reproducen las condiciones que hacen posible la misma opresión y explotación contra la que los primeros b.boys combatieron a base de ingenio, arte y ansias de verdad y de justicia.
Creo que es un buen ejemplo de las tesis propuestas por Lotman, de una periferia cultural (vital y activa) absorbida por el núcleo de poder (conservador y estático) en una misma sociedad. Es lo mismo que ocurrió, por ejemplo, y sin ánimo de comparación, con el flamenco, que pasó de ser cantado en cuevas o alrededor de hogueras, como rito ancestral y casi mágico, a ser saboreado por la élite intelectual en prestigiosos teatros. Ahora bien: hip hop is dead? No lo creo. Igual que el flamenco sigue escuchándose en algunas cuevas y en torno a algunas fogatas, algunas irreductibles aldeas de b.boys resisten, todavía y siempre, al invasor. Y por mucho que lo mataran, con toda seguridad, como el Ave Fénix, renacería de sus propias cenizas.