El principal síntoma de la grave enfermedad que afecta a nuestro “corpus social” se manifiesta por intermedio de aglomeraciones (que en tiempos pospandémicos se convierten per se en subversivas) de diversos sectores que, con toda razón y justicia, se autodenominan, se autoperciben “pueblo” y que actúan demostrando en las calles, en los sitios, hoy sitiados, restringidos de lo público, que son tales, reivindicando postergaciones y olvidos de una democracia siempre en potencia, en expectativa, incumpliendo toda y cada una de sus promesas que la sostienen como sistema legítimo y legal, constituido e instituido.
Las reacciones ante el fenómeno agravan aún más el mal o la dolencia colectiva. Desajustados en el diagnóstico, cada uno de los oficialismos gobernantes no tienen más herramientas que las de señalar que cada una de esas manifestaciones solo buscan un fin práctico y determinado de horadar la fortaleza política de quienes deben administrar, con la facultad del monopolio de lo público, todos y cada uno de los reclamos que constituyen la entidad de lo real efectivo de lo común.
Si nuestros actores sociales, sean estos del sector que fueren, no dan cuenta de que la cuestión principal pasa por redefinir y repensar la base y estructura mediante las cuales se viene sosteniendo nuestra noción de Estado, la política pasará a ser simplemente un mandato punitivo, cuando no podría arribar a la tragedia de que imponga por la fuerza el imperio de una ley que hace rato dejó de tener un sustento, un sustrato que invoque y con ello signifique una redefinición de “pueblo”, de mayoría, de masas.
Ya no alcanza con la respuesta electoral, lo cual no significa que prescindamos de ella. Estamos señalando que es una vacuna que previene otros males como podría ser el que evita el sarampión, pero en el ambiente público circula una cepa de la que aún no tenemos vacuna ni remedio.
Por más que en cada una de las aldeas se pretenda lo necesario como lo imposible, de apagar los incendios, creyendo que de esta manera lograremos estar mejor, lo cierto es que, si no nos ponemos a trabajar en lo importante, corremos el severo riesgo de disgregarnos en una disputa de fuerzas ciegas que nos lleven a la puja irracional entre facciones que se piensan, sienten y, con razón, se pretenden “pueblo”.
Si los que poseen mayores responsabilidades no advierten de la importancia de dar cuenta, de dar valor y de promover la indispensable reorganización de nuestros preceptos esenciales que nos hacen parte de un Estado, de ese todo, del que nadie cede para verlo en el otro o en los otros, entonces seguiremos contando conflictos, verlos reproducirse y agravarse mediante los medios de comunicación que a diario nos dan cuenta, o nos cuentan, la cantidad de infectados, de internados, de muertos.
La agonía de la democracia nos exige y demanda que redefinamos la noción de masas, de pueblo, de la constitución de mayorías, de la expresividad de las mismas, y que no quedemos paralizados ante lo que pueda suceder con su transitar en el tiempo de la milenaria historia de la humano y sus formas y maneras de organizarnos.
“El orden simbólico tiene por horizonte el discurso universal. Lo que lo obstaculiza es el objeto a que siempre particulariza… Es posible combatirlo, pero nace todos los días, brota del grupo por todos sus poros”. Miller, en el texto, habla a sus colegas psicoanalistas acerca de una escuela de psicoanálisis. Claro que, sin que sea su intención, está hablando de otra cosa, de aquí que lo citemos. Incluso en otros pasajes menciona que lo que llama «objeto a» es la particularización para que el significante signifique lo mismo para los que están comprendiendo. Rápidamente reconoce, un ejercicio, inevitablemente sectario. Dentro de la, en términos amables, secta del psicoanálisis, como buen lacaniano, el citado reafirma la condición sectaria, de la corriente a la que pertenece. Sus palabras, sin embargo, impactan de lleno en la actualidad política de nuestras democracias occidentales.
La democracia, acendrada en lo electoral, definida la misma como condición necesaria y suficiente como para ser tal, nos hace perder la capacidad que anida en la política como instrumento del poder, de transformar los aspectos basales de la sociedad o la comunidad en donde se desarrolla.
La garantía de lo electoral, donde supuestamente las libertades individuales como públicas se consagran mediante el voto (que no es elección sino en el mejor de los casos, opción), paraliza todo lo otro que podríamos hacer en un pacto social en el que se establezcan premisas claras o prioridades. Un ejemplo contundente sería que en ninguna de nuestras democracias modernas se estableció un orden de prelación, o al menos un objetivo claro, por el que vaya la Administración al mando, la administración de gobierno, con lo que ello implique en cuanto a que mantenga o no el apoyo de la mayoría de los gobernados, o sienta tal oficialismo, estar desafiado por una oposición que proponga otra cosa u otras prioridades.
Para seguir intentando ser más claro: el reinado de los gurúes que ofrecen la campaña perfecta, el triunfo electoral permanente y la adhesión de las masas, no tiene que ver con un síntoma de los tiempos modernos o de la mera casualidad.
La democracia electoralista nos propone únicamente que optemos entre líderes, entre sujetos, a lo sumo entre minúsculos grupos de ellos (al ser cada vez más reducidos, encontramos la obvia problemática de la crisis de los partidos o de las ideologías políticas) que nos ofertarán, formas, técnicas o mecanismos de impacto para que nos convenzan de que ellos son mejores que los otros. La cuestión está resuelta, la tensión del poder se resuelve, por si nos cae mejor, estéticamente o sentimentalmente, un candidato u otro, si nos llegó de una manera más convincente un mensaje armado a tales y únicos efectos.
La democracia se aliena, enloquece, deja de ser razonable, por un tiempo, el tiempo exacto en que se llama a otra elección (forzada y forzosa). Este sujeto democracia dentro del que todos somos parte constitutiva nos separa, nos divide. De un lado quedamos los que nos gusta, o a los que nos convencieron, que es mejor el rubio, el que usa tal ropa, que lee tal libro o escucha tal grupo musical por sobre el otro que tiene tal profesión, tal color de piel o sus ancestros pertenecieron a una determinada comunidad cultural.
En términos políticos y en conceptos, harto trabajados por ciertos magistrales como Arendt (La promesa de la política) y Derrida (Historia de la mentira), pedirle, exigirle, reclamarle, solicitarle a lo democrático, a la política y, por ende, a quienes la representan (a ella, no a nosotros los ciudadanos o el pueblo, como se prefiera), es decir, a los políticos, nociones como la verdad, lo cierto o lo consciente, es cuando menos histérico, sino propio de una conducta psicótica.
Si queremos comprender, entender o incluso el imposible de cambiar, tal lógica de lo democrático, la encontraremos solo si en el ámbito de lo inconsciente, en ese no lugar que estructurado como un lenguaje, es lo otro que supuestamente se nos ofrece, mediante discursos armados, campañas prolijas y postureos de risas y gestualidades.
Incluso más cuando nos hacen desear que nos gobiernen en el reinado del desierto de lo real (cuando nos quieren decir que no existen los fantasmas o que los han exterminado) lo político y lo democrático se detienen como en un paréntesis para la venidera parusía de lo que nos redima, y esta es la razón por la cual, en términos políticos y metodológicos, lo único invariable de las democracias es el ejercicio, podríamos decir masturbatorio (dado que como mínima persigue placer inmediato), de lo electoral.
Democracia, política, inconsciente y fantasma lacaniano son los distintos significados para los que el gran significante del voto, de la elección, de la libertad política no se signifique a sí misma y nos brinde la sensación de que todo puede estar en movimiento, sin que nada se mueva desde ningún otro plano que la estructura con la sentimos, pensamos y de la que invariablemente desconocemos y no toleramos.
Lo electoral opera como sinthome, como el indispensable anclaje con la realidad, con lo democrático, con la voluntad general, con las ganas de que sigamos siendo parte de un espacio en común (la república o la cosa pública) por más que no formemos parte de ello (ni justamente ni mediante el deseo) ni tan siquiera nos lo planteemos.
Es decir, no votamos ni deseamos hacerlo para validar lo democrático, sino simplemente porque es el último resquicio antes de que prevalezca un desorden que nos obligue a que construyamos o constituyamos un nuevo orden.
Si pretendemos continuar dentro de la cosa pública con un sentido democrático, la debemos preservar de la banalización electoralista a la que la venimos sometiendo.
De lo contrario, profundizaremos el aceleracionismo en que hemos caído y, un buen día, alguna de las tantas manifestaciones a las que asistimos, directamente o por medios audiovisuales, nos impondrá el desorden que nos obligará a un nuevo orden. La falta de la ley como padre simbólico, como dispositivo fálico, se hará evidente y en la desesperación de que tal incertidumbre produzca, la cubriremos sin objeto que la supla o que previamente lo hayamos diseñado, imaginado o deseado y la palabra pasará a segundo plano, corrida por el puro acto.
Este artículo pertenece a una selección de «pre-textos» con motivo del I Congreso de La Filosofía contra la Pobreza que tendrá lugar en Barcelona próximamente. Si quieren conocer más información acerca del mismo, les dejamos aquí el cartel informativo:
La falta se evidencia en la percepción de castración. La pobreza se reconoce en la impotencia. La verdad se ausenta en el discurso político porque lo que existe es gestión de la vida, hay biopolítica. Ya no nos preguntaron. Ya no nos dijeron. Nos ubicaron y distribuyeron en un orden posible prefacturado en una dinámica civilizatoria que carece de la dimensión dialógica, confesando pobreza de dispositivos para la coexistencia. Eso nos tiene en situaciones bélicas que parecen, para ésta dirigencia, irreductibles.
Bien, bien… ¿Qué capitolio hay que asaltar hoy, entonces?
La crítica de
la Dictadura, sustancialmente acabada, distrae de la crítica de la Democracia -y el
recuerdo permanente de los horrores ‘represivos’ de las dictaduras, vehiculado por los
gobiernos, sirve a la “legitimación por contraposición” de las democracias, supuestamente no-represivas. En nuestro terreno, la crítica facilísima, ya hecha,
acabada, del “ ciudadano civil tradicional” diluye y pospone indefinidamente la crítica, que
considero inaplazable, del “ciudadano AvantGarde», “del ciudadano progresista”, “contestatario”
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