Sobre el amor

En la discusión que en su Amatorius o Erótico presenta Plutarco sobre las diferencias entre el amor homosexual y el heterosexual, se dice, casi al final del diálogo, que no hay que tener miedo al dolor que causa en la mujer la primera experiencia sexual, y lo compara con el estudio de las matemáticas o la filosofía, que al principio resulta penosoi. En una ilación algo forzada, Plutarco continúa comparando el dolor de tal experiencia con la unión de dos personas que se aman de verdad (τῶν ἐρώντων), que, si bien al principio deben soportar cierta efervescencia y perturbación, con el tiempo ven cómo estas se aplacan, de manera que se produce «la fusión llamada integral» (τῶν ἐρώντων ἡ δι’ ὅλων λεγομένη κρᾶσις), como la del vino y el agua. La expresión está tomada del filósofo estoico Antípatro de Tarsoii, quien añadía que el amor entre hombre y mujer hace que estos participen «no sólo … del alma, sino también del cuerpo» (οὐ γὰρ μόνον … τῆς ψυχῆς, ἀλλὰ καὶ τῶν σωμάτων; también Antípatro había advertido de que a la hora de buscar a una mujer no hay que fijarse en su riqueza o linaje, tampoco en su belleza, sino en el carácter de su padre)iii. En cualquier caso, la idea de una fusión total entre cuerpo y alma (fusión que no es posible, para Plutarco, en otros tipos de relación) es una idea que aparece siempre una y otra vez en la literatura erótica, de una manera u otra, en la tradición occidental (pues Lucrecio avisa de que no hay fusión posible entre cuerpo y cuerpo)iv. Por ejemplo, en el cénit de la racionalidad en la Modernidad, el Marqués de Sade le hace decir al conde de Bressac, en la novela Justina, que «cuando [nuestro compañero] nos abraza y se unen nuestras bocas, desearíamos que todo nuestro ser pudiera incorporarse al suyo, formar uno solo con él»v; o, por ejemplo, la identificación del cuerpo de Adria con su alma que hace Víctor en la novela de Felipe Trigo de 1906 La altísimavi. La identificación con el otro en la totalidad durante la cópula, como dice Plutarco, probablemente se justifica por el hecho de que ya Aristóteles sostenía que el semen tiene alma, y que esta se encuentra en potenciavii (será la Modernidad, precisamente, la que plantee la posibilidad de una anti-cópula como parodia de la cópula, lo que Leopoldo María Panero llamaba el «erotismo perverso»: una anti-cópula «por la que en lugar de comunicar con el Otro se pone en práctica el rito de su destrucción, de la destrucción de todo lazo simbólico que nos ligue al Otro»viii. La Antigüedad no se acercó a este erotismo perverso (pues es un producto del racionalismo); sí, en cambio, a una consideración ambigua del amor, como el adjetivo γλυκύπικρος, ‘dulceamargo’, de Safo o ‒quizá el mejor ejemplo‒ un pasaje del poema de Lucrecio donde se habla de cómo el encuentro sexual entre dos amantes lleva a un «incierto desvarío, sin saber de qué cosa deban primero gozar con los ojos y las manos» (fluctuat incertis erroribus ardor amantum / nec constat quid primum oculis manibusque fruantur, IV 1077-1078). En la lírica griega la propia Safo ya era un precedente de esta idea cuando hablaba del «pecho ardiente de deseo» (ἔμαν φρένα καιομέναν πόθῳ) al que el otro enfría (48 L.-P.) o cuando dice «otra vez» (δηὖτε, 22 L.-P.)ix. Lucrecio escribe que «la llama también puede ser apagada por el mismo cuerpo que provocó la pasión» (…unde est ardoris origo, / restingui quoque posse ab eodem corpore flammam, 1086-1087). En Lucrecio, el «erotismo perverso» de Sade se produciría, en todo caso, porque el placer no es puro (…premunt arte faciunt dolorem / corporis, y esto ocurre …quia non est pura voluptas). A su vez, Lucrecio enuncia una idea interesante que será recogida después, la de que el éxtasis amoroso llega a una «pausa del violento ardor» (parva fit ardoris violenti pausa parumper, 1116) sólo para resurgir de nuevo con renovados bríos, «y el furor aquel prende de nuevo» (furor ille revisit). El amor (o quizá, mejor dicho, el sexo) se presenta, así, como una suerte de ciclo, como el de la generación de las hojas de Homero o el ῥυθμός de la vida en el fr. 67a D. de Arquíloco: según Lucrecio, unaque res hace est, cuius quam plurima habemus, / tam magis ardescit dira cuppedine pectus, 1089-1090 («ésta es la única cosa de la que cuanto más poseemos, tanto más el ánimo se enardece con feroz deseo»). Todos estos elementos (y algunos otros) aparecen en el soneto 129 de Shakespeare, un definitivo resumen ―en su expresión tan impersonal, tan universal― de esa cosa que llamamos deseo:

Th’expense of Spirit in a waste of shame
Is lust in action, and till action, lust
Is perjur’d, murd’rous, bloody full of blame,
savage, extreme, rude, cruel, not to trust,
Enjoy’d no sooner but despised straight,
Past reason hunted, and no sooner had
Past reason hated as a swallowed bait,
On purpose laid to make the takes mad.
Mad in pursuit and in possession so,
Had, having, and in quest to have, extreme,
A bliss in proof and prov’d, a very woe,
Before a joy propos’d behind a dream,
All this world well knows yet none knows well,
To shun the heaven that leads men to this hell.

En la traducción de Carlos Pujol corre de la siguiente formax:

La lujuria conduce a un derroche de vida
en eriales de culpa; y aún antes del hecho
es perjura, asesina, sanguinaria e infame,
violenta, brutal, cruel e indigna de crédito.

Es apenas gozada cuando ya se desprecia,
perseguida con furia, y en el acto con furia
tan odiada también, como un cebo mordido
que tenía por fin volver loco al que muerde.

Loco cuando la ansía y más loco al tenerla,
y violento después, en el goce y la búsqueda;
un deleite al probarla, y en seguida congoja,
antes gozo esperado, y después sólo un sueño.

¿Quién ignora estas cosas? Pero nadie consigue
evitar ese cielo que conduce a ese infierno.

Violencia, delirio, pausa y renovación del deseo, recurrencia inevitable. Pero también la petite mort apenas si apuntada por Lucrecio (IV 1121, adde quod adsumunt viris pereuntque labore) pero tratada ya por Aristóteles. No por casualidad este filósofo se refiere a la ἀθυμία (‘depresión’): «Después de las relaciones sexuales ―escribe Aristóteles en los Problemas atribuidos a él―, la mayoría de las personas se sienten más decaídas»xi. Aristóteles trata este tipo de ἀθυμία en unas cuestiones referidas a la melancolía, que es para él, básicamente, un problema de calor (y del viento asociado a él): por ello, afirma, quienes con la eyaculación expulsan un residuo de calor y de aire interior, «esos se encuentran de mejor ánimo»; de lo contrario se estará más decaído («esto lo prueba el hecho de que la eyaculación no ha sido abundante»). Un contemporáneo de Shakespeare, Robert Burton, estableció en su Anatomía de la melancolía (1621) ―siguiendo en esto a Hipócratesxii― que la tristeza es la causa de la melancolía, pero que también lo es el apetito concupisciblexiii: «es un dicho cierto ―escribe Burton― el que afirma que “el deseo no tiene descanso”, es infinito en sí mismo, inacabable».

Toda la teoría lucreciana del placer se resume en el «bliss in proof» shakespeariano, pero el momento clave es, naturaliter, el previo al de la ἀθυμία descrita, momento que Lucrecio describe como una mera aprehensión de imágenes (simulacra tenvia). Las imágenes son una cifra de la imposibilidad, imposibilidad que en la literatura más moderna se concibe bajo la figura del extravío. Un ejemplo se puede leer en El castillo de Franz Kafka, novela en la que su narrador cuenta cómo K. llega al orgasmo con una camarera, y donde se abandona para siempre el paradigma de consumación como unión (la κρᾶσις según Antípatro y Plutarco): «Allí pasaron horas ‒escribe Kafka‒, horas de respiración simétrica, de simultáneos latidos de corazón, horas en las que K. tenía continuamente la sensación de extraviarse o estar tan lejos en tierra extraña como nadie había estado antes que él, una tierra extraña en la que ni siquiera el aire tenía nada que ver con el de su país natal, en la que tenía que asfixiarse por ser extraño y en cuyos insensatos atractivos no se podía hacer más que seguir adelante, seguir extraviándose». De esta manera, es indiferente que se respire simétricamente, que los latidos sean simétricos, se está solo y, probablemente, in partibus infidelium. Por ello está por escribirse la historia y fortuna del bliss in proof barroco hasta la soledad moderna. Un hito en tal historia y fortuna se produce, sin duda, cuando el protagonista de Aguas abajo (A vau l’eau, 1882) de Joris-Karl Huysmans, en su búsqueda de un sentido a una vida inane (en un París que cada vez se parece más a Chicago, leemos), se acuesta a regañadientes con una meretriz: «Le besó ella con tanta habilidad que al señor Folantin le invadió una bufarada de juventud, arrumbó sus propósitos y terminó perdiendo la cabeza; luego, como tardara, ella le susurró: ―No te preocupes por mí, no te preocupes… y tú a lo tuyo». ¿Dónde se demora el señor Folantin? ¿En su orgasmo? Es posible, pero también lo es que se demore en una tierra extraña en la que ni siquiera el aire tiene nada que ver con el de su país natal. Y solo, a tenor de lo que dice la mujer (justo como el filósofo y escritor Alejandro Rossi escribe en Sedosa, la niña: «Ahora el viejo se quedaba eternidades dentro de ella y la dejaba hacer lo que quisiera, metido, sí, y también un poco ajeno…»). Casi diez años antes de El castillo, la literatura española también había aportado su perspectiva en la cuestión con Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala. El raquitismo de la vida española, informado por el realismo costumbrista, origina un pasaje tan notable como este: «…pero ocurrió que, como menudease las visitas y no escaseasen besos, abrazos y otras encarecidas y ardorosas muestras de amor, cierta tarde, en que por fortuna llevaba ropa interior nueva, el frágil e inocente tinglado platónico estalló, disuelto en un vértigo ígneo, como una castaña en un brasero». Pérez de Ayala se acerca al momentum con toda la ironía que Kafka evita. Y de menos a más, porque su lección radica en que la lujuria tiene la altura de quien a ella se acerca (con muda limpia); y, en su inevitable metaforización, en el Madrid de 1913 sólo las castañas asadas logran confluir con el orgasmo: lo cual dice de este más de lo que esperaríamos.

Probablemente, es antes de la petite morte cuando hay que indagar, y no después. Sobre el mysterium femininum dice Jakob von Gunten, en la novela homónima de Robert Walser: «De golpe entiendo la entrañable especificidad de las mujeres (…). Si no las entendemos cuando se llevan una taza a los labios o se levantan la falda, no las entenderemos nunca. (…) Su sonrisa es dos cosas a la vez: una costumbre insensata y un fragmento de historia universal»Por eso el gran maestro Casanova proponía estudiar y observar a las mujeres como si se tratasen de un libro, como si fuéramos bibliófilos, metaforizándolas con idéntico patrón. De lo contrario, tendremos esa sensación que describe Heinrich Heine en su diario: «Sus ojos, muy obscuros, parecían como si hubieran propuesto un enigma y aguardaran tranquilos la solución, mientras que la boca, de finos labios arqueados y dientes blancos como la cal, algo largos, semejaban decir: “Eres muy tonto, y cavilarás en vano”».

i Plut., Amatorius 24 (= Moralia 769E 4 ss.). La comparación con la filosofía procede de Platón, R. 539b ss.

ii La expresión plutarquea sigue a Antípatro de Tarso (tomo la noticia de M. Valverde en su nota ad loc. en su traducción del tratado en Gredos, Moralia X, p. 117, 2003), ταῖς δι’ ὅλων κράσεσιν, quien compara esta krâsis con la del vino y el agua, cf. SVF III 63, 11-15. En general, puede consultarse, para las prácticas amatorias y todo el imaginario sexual en Grecia y Roma, A. Serafim, G. Kazantzidis y K. Demetriou (eds.), Sex and the Ancient City. Sex and Sexual Practices in Greco-Roman Antiquity, Berlin-Boston: De Gruyter 2022.

iii Antípatro de Tarso, SVF III 62, 5-9.

iv Lucr., IV 1110-1111.

v Marqués de Sade, Justina o los infortunios de la virtud, ed. I. Brouard, Madrid: Cátedra 1989, p. 123.

vi Felipe Trigo, 4 Novelas eróticas, ed. J. M. Fernández Gutiérrez, Badajoz: Raíces 1986, p. 95.

vii Arist., De generatione animalium 735a9-10.

viii Leopoldo María Panero, “Sade o la imposibilidad”, introducción a Cuentos, historietas y fábulas del Marqués de Sade, Madrid: Felmar 1983, p. 22.

ix Traducción de Juan Manuel Macías.

x William Shakespeare. Sonetos, Granada: Comares 1990, 271.

xi Ps. Arist., Pro. XXX 1, 955a23 ss. André Bretón lo niega en El amor loco (Madrid, Alianza 2000, p. 105): «Ninguna depresión sigue al goce».

xii Hipócrates, Aforismos 6, 23.

xiii Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2003, vol. I, p. 258 (= I.II.IV) y p. 279 ss. (I.II.XI).

Pedro Redondo Reyes

Un comentario

  1. Heine, en su viaje a Italia, que todos deberían leer, deseaba a las marquesas, pero se refocilaba con las posaderas (de las posaderas… -no he podido resistirlo). Faulkner, cuando holgazaneaba en Hollywood, quiso demostrar a su nueva amante que era un escritor conocido, así que la llevó a una librería cualesquiera para dedicarle un libro suyo. Sólo tenían The marble faun, el poemario de juventud, que ya es mala suerte, pero aún con todo escribió para ella «Para Meta Carpenter, con quien es tan dulce joder…»

    Yo no creo que la cosa dé para mucho más, y esos infinitos del deseos de los clásicos me dan vértigo, pero el otro día me ocurrió algo que me obsesiona bastante. Estaba yo («tranquilamente» es como empiezan las anécdotas que buscar zaherir a otro, pero este no es el caso) en la sala de guardias con una compañera de lengua y literatura, nada popular entre los alumnos. Señora mayor, a la que los zafios encantos de los adolescentes tan sólo le parecen vandalismo, y todo eso, señorita Rottenmeier del s. XXI, digamos. No sé a cuento de qué, solté yo un «¡siempre nos quedará París!», acostumbrado a decir paridas enfáticas en alto a mis queridos compañeros y que ni uno solo de ellos se haga el menor eco. Pero mira, esta vez hubo replica. Sin mirarme, absorta por una pantalla de ordenador, me dijo, con tono monocorde: «¿y si nunca has tenido París? Yo no he tenido nunca París…» Estupefacto, trague saliva y acogí esas palabras con la más honda de las compasiones. Yo no sé cuánto de cuerpo y cuánto de alma hay en el amor, en el sexo y en la tristeza post-coito, pero sí que sé que lo de esta mujer es una tragedia digna de Sófocles…

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