Una poética del fin del mundo

Para Frank

Lo que verdaderamente asombra de las prosas de Leopoldo María Panero (me remito a las recopiladas en su libro póstumo Prosas encontradas) es la turbadora cordura que las recorre, una cordura inquietante que se infiltra por todos los resquicios de su obra escrita. Más allá de la aparente incoherencia con la que su pensamiento peregrinamente juega, se revela una conciencia sostenida por la certeza, de ahí la más que evidente seguridad con la que ésta se formula, y la contundencia con la que aquélla se expresa, provocando esa extrañeza tan consustancial a su obra. El delirio es sólo una de sus facetas, un recurso expresivo fraguado a ciencia y conciencia. Su empresa poética, en la que inauguralmente se reconoció como escritor, y, más en general, su producción literaria, oculta entre sus repliegues una tarea reflexiva tácita de honda repercusión teórica. Las sombras de la locura fueron espesándose después, pero quedaron atravesadas por la lucidez, provocando esa acuidad elusiva tan característica de su escritura. “Y en esplendor la penumbra envuelta”, dice un verso de Teoría.

Las esporádicas confidencias que se hurtan a ese ocultamiento, condescendiendo a breves y preciosas indicaciones, por lo que a su poesía se refiere, se acumulan en aquellos textos primerizos en los que se ejercita su crítica. La ponderación crítica de la obra poética ajena, y más tarde la de la propia, le proporciona la ocasión idónea para proceder a la apostilla especulativa, plegándose así a unas costumbres que no carecen de precedentes, antes bien, ofrecen las insinuaciones precisas para referirse a ellos como lo que son, a guisa de santo y seña de una tradición dentro de la cual se alinea sin vacilar, la de los pioneros de una nueva manera de poetizar. Nombrando a sus precursores se reconoce a sí mismo Panero, hasta el punto de procurar fungir de poeta a una con ellos, reivindicando esa filiación y compartiendo con ella una intimidad literaria perfectamente acrisolada.

Entre esos pioneros del oficio destaca Edgar Allan Poe, un escritor norteamericano abolido bajo el estigma del maldito, antes de que esta figura entrara a formar parte de la serie de nuevas tipologías que comienzan a poblar la vida cultural durante la era industrial. Es, junto a la imagen del dandy, la que más émulos literarios fomenta. A Poe le cae en suerte serlo a su pesar. Charles Baudelaire dibuja su semblanza al tiempo que da a conocer su obra en Europa, a la que inficiona con su miasma literario. Parafraseando a Borges, digamos que Poe engendró a Mallarmé, que engendró a Panero. Su obra consigna el momento en el que el intelecto se resuelve a poetizar. De ahí el equívoco que lastra su vulgarización. No hay otro héroe literario en dicha obra más que el héroe del intelecto, Auguste Dupin, en cuyo último affaire, en La carta robada, asistimos a la lid entre dos poetas.

Entre los diversos hechos que merecen recordación en esa especie de autobiografía titulada Días cruciales de América, relata Walt Whitman su breve encuentro con Edgar Allan Poe. Es sabido que entre los asistentes al sepelio conmemorativo que se le ofrendó destacó su presencia como poeta. Es probable que lo que en el fondo le motivara a ese homenaje póstumo fuese el sentimiento de agradecimiento por la acogida que le dispensó, accediendo a publicar sus escritos en la revista que dirigía aquél, la Brodway Journal, entre los años 1845 y 1846. Porque no es menos evidente, por lo demás, la gran divergencia existente entre sus respectivas maneras de entender la creación poética.

Walt Whitman encontró en Edgar Allan Poe un hombre “amable y humano”. Recuerda su cordialidad y sosiego, el aseo de su apariencia personal; su voz, sus modales y su modo de ser le impresionan favorablemente; pero ocurre que le siente vencido, fatigado. He aquí, en definitiva, una imagen de Poe deliberadamente elaborada para contrariar aquella que de él se hizo pública en vida y tras su muerte, tan lamentable. No solamente realza su catadura moral, sino que procura minimizar aquello que, por desprenderse de una obra literaria del estilo de la que él pergeñó, podría impregnarse a su persona por pura maledicencia o superchería. Tan inhumano como se presentaba lo sustancial del mundo que su imaginación entreabrió, no llegó a afectar con todo a la personalidad del autor. Walt Whitman se propuso subrayarlo con su remembranza.

El artificio poético del norteamericano consistió en dar con las claves de la música del verso y, al mismo tiempo, en tratar de subordinar a ella el plano de la dicción. Los componentes formales del verso (ritmo, metro, rima, estribillo…), se vuelven prioritarios y, reorganizados por el poeta, buscan supeditar a las palabras hasta hacerlas extrañar su propio significado, algo que hoy por hoy es lo habitual en poesía. La de Poe evoca un mundo de resonancias místicas, sin correlato determinado en la vida real, a no ser llevada a sus extremos: la muerte, la melancolía, el amor, la belleza… son todos ellos temas que obsesionan la mente agitada de Poe, quien los considera motivos poéticos per se.

Exacerbar el sonido de las palabras hasta obligarlas a obliterar su significado es un conocido juego infantil, basta reiterar su pronunciación sin cesar para certificar con extrañeza la consecuencia, esa cancelación. Poe lo recordó en uno de sus cuentos más atroces, Berenice (“repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente”), y Vasili Kandinsky entrevió con agudeza su pertinencia como clave de una poética que busca la “resonancia interior”, supeditando a ella las formas aparentes, sea de las cosas, sea de las palabras. El poema titulado Las campanas debe ser leído respecto a los Fundamentos del verso de Poe en la misma relación que guarda el poema titulado El cuervo en relación a su Filosofía de la composición, como un texto en el que se pone en práctica lo que el ensayo correspondiente resuelve teóricamente. Baudelaire consideró con razón el primero de esos títulos como un juego de ingenio intraducible; lo es porque los sonidos de las palabras, y las concomitancias que entre ellas entabla cada lengua, son lo que por definición no tiene traslación posible.

Extremando el sonido llevado a su pureza, es decir, sometiendo la articulación acústica de la palabra al corsé riguroso del número, se cancela en primer lugar su valor de signo, procurando empero dar ocasión a continuación, por mediación del arte, a su restitución, bajo la subsunción de un sentido recobrado, que nunca puede confundirse con significado preciso alguno, automáticamente periclitado: “está prohibido interpretar -escribe Panero-, esto es, juzgar el sentido por un significado”. Éste es el primer paso, el que le sigue consiste en violentar la elocución, que es el paso que bordó Mallarmé, ma larme, procediendo a esa “unión de lo que no puede unirse”, superando esa escisión radical e irreconciliable entre el sentido y la significación, “unidad que sólo se produce cuando el sentido se desdobla y se mira a sí mismo, convirtiéndose así, por zeia tejné, en significado” (Panero dixit). A esto llamó Mallarmé, en honor de Poe, “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”, sin arredrarse al proponer un último y definitivo paso, la “minimización del ritmo en favor de una escritura” (otro verso de Teoría).

Los significados se fijan, mientras que los sentidos discurren, circulan; por definición, pues, nada en principio puede posibilitar su reducción recíproca. Con el fin de dar ocasión a dicha circulación, toda experimentación formal le parece laudable a Panero, y es bajo este prisma como elogia él otros empeños poéticos, como el de Luis de Góngora y su poesía hipotáctica, o el de Ezra Pound con su poesía intertextual. Las vanguardias se erigen como culminación de todo este proceso, con el formalismo ruso como telón de fondo.

No todo vale, sin embargo. La pregunta sobre qué significa un poema, desde la perspectiva de esta poética, es errónea, tanto más si se respondiese que no significa nada. Deja de ser banal sólo si se responde que un poema, de hecho, no significa; pero, entonces, ¿qué es lo que hace? Para percatarse de ello hemos de replantear la pregunta: ¿qué significado tiene un poema? Ipso facto, el campo de referencia cambia. La pregunta cuestiona ahora la ubicación de la propia poesía, que se inmiscuye en la reflexión que acucia al poeta, en primer término, y concomitantemente, a la recepción que le afecta. Esta es una seña de identidad de esta corriente poética, con independencia del título o del «ismo» con el que se clasifique. Es una poesía que se cuestiona su propio lugar en tanto enunciación. Es por ello que adquiere tanta relevancia el problema de su temática. Contra William Wordsworth, para quien cualquier motivo podía servir como objeto de recreación poética, Poe sostuvo que a la poesía le corresponde un universo temático decantado, limitado y precisable a partir de la propia tradición poética, rondando el cual obtendría prestancia. Mallarmé, en consonancia con quien consideró “el caso literario absoluto”, postuló el Libro con carácter de grimorio espiritual, una obra sin autor propiamente, sancionada por una gaya ciencia asumida como tal, a modo de saber, y acaecida de manera meditativa, no por inspiración. Panero les fue a la zaga asintiendo a esas intenciones, aunque multiplicó los efectos, que son lo decisivo de acuerdo con el magisterio de quien consideró por su parte un poeta “sin biografía”.

La locura, la muerte, la belleza asociada al horror, o al pánico, lo dionisíaco y lo apolíneo, establecen correspondencias temáticas que llegan a convertirse en sus manos en recursos de ese extrañamiento mediante el cual el poeta interpela al lector, pues la poesía es ya un efecto de escritura, de “un arte transformado en pensamiento”, en el que se encuentra inevitablemente implicado el sujeto, o, mejor dicho, donde éste se encuentra cuestionado, sin escapatoria posible, porque ese verbo se aferra a su subjetividad como si fuese su mismo meollo, convirtiendo el lenguaje en un señuelo peligroso. Los versos no refieren ya algo, refieren más bien a alguien sin rostro, cuyo reconocimiento resulta inseguro, como un espejo que nos devuelve una imagen donde ninguno se ve y de quien la mirada recela. Leyéndolos, recordamos: alguien osó la aventura, voló sobre el nido del cuco. Nos queda el testimonio, el testimonio de Leopoldo María Panero.

La poesía –su obra– es uno de los lugares en los que viene a materializarse el anhelo de Revolución: donde ello late… adviene el Poema. Su justificación es lo que requiere de Panero una continuidad reflexiva mucho más tensa e incisiva que la meramente técnica, que se deja formular en pocas palabras, supuesta su lícita arrogación.

Miguel Ángel Unanua

3 comentarios

  1. Gracias, amigo, por tan extraordinario artículo y por dedicàrmelo escribiendo mi nombre como lo hacía Leopoldo. A mi juicio, tu texto es lo mejor que se ha escrito sobre su poética.

  2. Fue un tal Grismwold, si lo escribo bien, albacea de Poe, el que amañó el malditismo del escritor, pero sin por ello abolirlo, puesto que Poe, si no recuerdo mal, ya era muy leído en vida. Fue este mismo Max Brod de la cosa el que suprimió la apostilla del infortunado genio acerca de que Filosofía de la composición fue no más que «a mere hoax»…

    1. Tienes razón, fue Griswold el que alimentó inicialmente esa imagen de Poe, y lo hizo por animadversión personal. De todas formas, su abolición como escritor se debió, más que al hecho de que fuese más o menos leído, a que fue malentendido y, en esa medida, menoscabado intelectualmente, por decirlo así, ad hominem. El Cuervo marcó su acceso al gran público, no obstante lo cual su poesía sonaba extraña y resultaba de difícil lectura entre sus cotemporáneos, entre los cuales bullían los trascendentalistas, dominando el panorama cultural del momento, contra cuya manera de entender la poesía y en general la especulación filosófica Poe se posicionó enconadamente.

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