Vox versus Virginia Woolf

Leí Orlando de Virginia Woolf en 2003, y no recuerdo haberme escandalizado lo más mínimo, ni para bien ni para mal. Y eso que soy altamente impresionable, ya que soy de los últimos tontos que deben quedar en los países mainstream y cool del planeta que lo pasan mal y se indignan viendo porno, porno del presuntamente sexual y porno del que hacen en la publicidad y en los spots y en el argumentario de los partidos políticos. Sin embargo, parece haber gente más sensible que yo, o por lo menos mejores actores. Tan buenos actores que, desde su atalaya de nueva fuerza política en alza, juzgan a actores menos dotados que ellos que en Valdemorillo andaban ejecutando la pieza de Woolf como si cupiera en una función de teatro de una duración de media tarde (https://www.publico.es/culturas/denuncian-veto-vox-obra-teatral-virginia-woolf-motivos-ideologicos.html#md=modulo-portada-fila-de-modulos:2×3;mm=mobile-medium). No recuerdo, de verdad lo digo, que en el Orlando de Woolf hubiera nada ni mínimamente desagradable, salvo, si se quiere, que al final tiene lugar una especie de éxtasis o estallido espacio/temporal -por no decir un “orgasmo” ubicuo del estilo del de El Aleph de Borges, que es, no por casualidad, el traductor del Orlando al hispánico; Jorge Luís, gran borrador de sus muchas influencias…- delicioso, oceánico, pletórico, de esos que no agradan demasiado a los de Vox, porque intuyen que sólo los tienen los demás y para colmo valiéndose de concupiscentes ideologías de género y delicuescentes substancias propiciatorias. No escribo esto en defensa de la instrucción en general, que también, porque esa ya está lo bastante contra las cuerdas por la digitalización, el trasero de las Kardashián y la MTV como para que un pelanas como yo pueda hacer nada por contener la marea, sino más bien por alertar acerca de la política cultural que nos puedan esperar de un gobierno, local u estatal, de PP y Vox, porque creo que un día de emisiones de Steven Seagal repartiendo mamporros, Raza de Sáez de Heredia, Wall Street de Oliver Stone y Eurovisión con final de Carta de ajuste está bien, pero más que eso terminaría por aburrirnos…

En 1910 tuvo lugar un episodio chusco poco conocido en España y que en Inglaterra se conoce como la “farsa del Dreadnought” (https://es.wikipedia.org/wiki/Enga%C3%B1o_del_Dreadnought). El Dreadnought era nada menos que el buque insignia de la Armada Británica, es decir, de la Armada más gloriosa y victoriosa de todos los tiempos, aquella a partir de la cual una pequeña islita arrogante consiguió dominar tres cuartas partes del globo en el s. XIX. Pues bien, la que le “armaron” a la Armada fue de traca, y entre los cómplices del bromazo se hallaba una jovencísima Virginia Woolf. Se trataba de hacer creer a la Royal Navy que iban a recibir una visita formal de la realeza etíope, y para ello se hicieron toda clase de preparativos, ninguno de ellos ilegal. Los compinches eran los jóvenes antisistema, como diríamos hoy, pero excelentemente educados, que más tarde formarían parte del Círculo de Bloomsbury, la vanguardia intelectual de la Inglaterra post-victoriana (una de las películas más bonitas de la Historia Universal, por cierto, es Carrington, con Emma Thomson). Maquillados de rostro atezado y con una Virginia travestida de hombre, en un primer anticipo precisamente del Orlando, estuvieron casi una hora en el navío recibiendo un trato propio de reyes, y respondiendo a cada gesto complacido del capitán con un admirativo “¡Bunga, bunga!”. Al día siguiente se conoció el engaño y el cachondeo a costa de la Sagrada Armada de Su Majestad duró hasta entrada la Primera Guerra Mundial. Sin duda, fue un atropello a la razón y un vandalismo imperdonable que podía haber costado su reputación al principal brazo armado del Imperio, pero supongo que a día de hoy se habrá convertido, como todo, en objeto de lucro turístico. Nuestros aguerridos compatriotas del Vox de Valdemorillo, como se mueven sin rebozo entre el honor castrense y el lucro mundano, tal vez se indignarían ante aquella performance situacionista, lo que les llevaría a demonizar aún más a una de las primeras plumas de las letras británicas. Los uranianos han puesto siempre en serio peligro la seguridad en sí mismos de los machos con pelo en pecho, aunque sólo sea por aquello que señaló el Dean Swift, que era irlandés: “no es posible conseguir que alguien abandone por la vía del razonamiento una convicción a la cual no llegó razonando”. Yo lo que propongo es que en Valdemorillo se proteste enérgicamente contra esta injustificada e injustificable censura, y que para ello la gente lleve hasta la puerta del teatro numerosas pancartas con un único mensaje y un único clamor, básico y eufónico: “¡¡¡¡Bunga, bunga!!!”

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